miércoles, 16 de julio de 2008

Indis-criminal

Hace poco más de 24 horas destruyeron la armonía y la felicidad de una familia querida en el sitio de mi infancia, en la urbanización Chucho Briceño de Cabudare, estado Lara. Le quitaron la vida a René Bracho, un ciudadano que cumplía con el prototipo exacto de “buen hombre”, un ciudadano ejemplar, buen padre, buen esposo, un gran vecino. Era bioanalista y profesor en el Decanato de Medicina de la UCLA. Además era bombero aeronáutico, voluntario por más de 20 años. Un hombre que entregó su vida a sembrar ciencia y valores en las generaciones, a servir desinteresadamente a la comunidad.
No puedo escribir sino con dolor por la cercanía de René a mi familia, a mis padres y en especial a mi hermano Luis Miguel. Duele la injusticia, la desgracia, la impotencia. ¿Cómo es que existe gente sin sensibilidad de ningún tipo que es capaz de robarle la vida a otro, sin importarle nada, sin tomar en cuenta el desastre y el dolor que causan? ¿Cómo puede haber gente que actué tan impíamente como si se tratara de una cosa intrascendente? ¿No se dan cuenta del daño que hacen? ¿o simplemente no les importa? Duele que hayan menospreciado la vida de un hombre que se dedicó a la bonhomía. Y con esto no digo que valgan menos las muertes de ciudadanos menos productivos o menos altruistas, pero es que este caso me sacude personalmente no sólo por su cercanía sino por su timbre implacable y repulsivo. Este era un ciudadano que, como todos, no merece morir por causa del hampa, pero me desgarra el hecho de saber que los ciudadanos que además son buenos y sensatos están a merced de la muerte imprevista.
Mi filosofía frente al tema de la inseguridad era, primero de una resignación rabiosa, luego de un individualismo demoledor: no exponerse. Pero ahora me pregunto ¿qué (carajo) es “exponerse”? ¿vivir es exponerse? ¿ser es exponerse? René llegaba a su casa –a pocos metros de mi casa natal- a las 7:00 pm, venía del trabajo, con su esposa Adriana, seguramente con ganas de echarse un baño y acostarse a ver el Juego de las Estrellas hasta quedarse dormido. ¿Por qué entonces tenía que llegar un grupo de desalmados a cambiar el orden de las cosas, a trocar caprichosamente la vida por la muerte? Los Bracho no se expusieron y sin embargo fueron abatidos por la anomia, por la injusticia. Los estaban esperando entre los árboles de ese espacio donde antes se jugaba pelota y cuyos linderos terminan en una quebrada que, si bien siempre fue un sinónimo de peligro y de aventura, hoy cobra el significado más atroz de la palabra “peligro”. Por allá, atravesando las cercas inexistentes (y prometidas), se fueron huyendo los cobardes y vomitivos responsables de un crimen que no puede quedar impune. Pero justamente es el miedo a la impunidad otro agravante del dolor. Ojalá las autoridades del estado Lara se aboquen a la captura de los culpables de que hoy ni los Bracho (su esposa y sus tres hijos), ni sus alumnos, ni los pacientes, ni los vecinos cuenten con ese padre ejemplar.
Además del dolor, esto está escrito con odio visceral y por eso pido disculpas. Está escrito con horror y lástima por la sociedad en que se ha convertido la nuestra. Está escrito con asco y con vergüenza y por eso pido disculpas, pero es lo único que podía hacer. Decido publicarlo porque nunca son suficientes estas noticias, y porque no podemos acostumbrarnos a vivir así. ¿Cuánto tiempo más podremos vivir en una sociedad que es capaz de producir a estos seres inhumanos que desprecian y desestiman las vidas del otro? La violencia forma parte de la condición humana, pero ¿qué códigos de violencia estamos dispuestos a aceptar?, ¿hasta qué punto podemos, como sociedad civil y como Estado, permitir que nos destruyan hogares diariamente?
Ojalá mi siempre admirado amigo René Bracho pueda descansar en paz, pero ojalá los que nos quedamos aquí –quién sabe por cuánto tiempo más- no descansemos tanto y luchemos, escribamos, hagamos propuestas y nos manifestemos. Yo estoy consciente de que al gobierno actual poco o nada le interesa nuestra seguridad ciudadana, pero tiene que cumplir obligatoriamente con su deber. Garantizarnos seguridad no es una política pública: es un deber de Estado.
¡Mis más hondas condolencias para Adriana, René Gerardo, Manuel y Carla! Para ellos no hay palabras.

martes, 15 de julio de 2008

Ir a la biblioteca un domingo

Justo cuando podemos quedarnos en la cama, a veces preferimos pegar un salto y salir a charlar con los autores en un espacio adecuado. La calle solitaria y el inusual silencio comienzan a dar aliento y facilitar la llegada. En la entrada nos despojamos de los bolsos, nos descargamos, nos deslastramos del mundo pesado. Con la desnudez de un lápiz amarillo y una hoja blanca, somos más livianos para las exploraciones. Todos los tacones y suelas comienzan a tocar un ritmo contra el suelo brillante, como latidos que irrumpen en el silencio; es el eco de los pasos sobre el mármol brillante, como dentro de un palacio de madera; sístoles y diástoles que marcan el compás de los murmullos acaso inaudibles de la gente que empieza a aparecer.
Si bajamos las escaleras nos encontramos con alguien que sube abrazando unas fotocopias, luego una muchacha -deportivamente vestida- golpeando la baranda con su débil portaminas de plástico. Atravesamos el umbral de la sala con la impresión de ver las sillas y mesas atestadas, pero siempre habría un espacio. Buscamos las cotas en las computadoras del saloncito con puertas de vidrio, una cápsula seudomoderna donde tecleamos nombres y comillas para buscar una respuesta que nos satisfaga. Las teclas amarillentas son los aromáticos ficheros de los nuevos tiempos, donde igual han danzado todos los dedos del mundo. Si obtenemos una respuesta maquinal, anotamos el código, el número que le toca a cada libro presidiario, a los cuales los carceleros anuncian sus visitas. Llenar la planilla es una isla dentro del placer. Es aburrido malgastar grafito en los datos intrascendentes que reclaman esos grises formatos, viejos, casi burocráticos. Pero son un requisito, no hay más remedio. El buen carcelero la recibe, y al cabo de unos minutos, vuelve con el preso, arrebata el carné, da una ficha, quita otra. El buen carcelero juega con las fichas verdes, rosadas y azules.
- Toma. Este libro circula.
¿Para qué va a circular? ¿Por dónde? ¿Para ser leído oblicuamente en una cama, escuchando platos, tenedores y las estupideces de los tres televisores de la casa?
- ¡Ah! Gracias.
Lo mejor es dar la vuelta, regresarse por el mismo camino y subir hasta el final, a la sala más alta, adonde esté el balcón más olímpico para invocar a los autores desde ahí, más cerca, desde la cima del templo. Las sillas son de oficina pública, otras son de mimbre simplón, pero parecen tronos frente a la montaña, frente al frescor de los árboles y, allá abajo, el tapiz verde saluda con vértigo. El deleite está en elegir un trono, estirar las piernas y montar los pies en el muro, sentir la brisa matinal, abrir el libro con su antiguo perfume de cautivo y meterse de cabeza en él, rodeado de quietud. Pero también está en el momento en que interrumpimos la lectura para concentrarnos en los tímidos llantos de ensayo de los violines que se preparan para el concierto dominical del auditorio contiguo a la biblioteca. También está el deleite en ver, desde arriba, a un padre con sus dos hijos pequeños, todos enguantados en medio del desierto, y en escuchar el delicioso quejido de la pelota entrando secamente en el guante. Quién sabe cuánto tiempo ha pasado ya con el índice derecho atrapado entre las páginas del libro, pero qué importa. De pronto estalla un grito amargo, como de entrenador:
- Señores, en cinco minutos cerramos el servicio.
A esas alturas, hasta las más cretinas impertinencias pueden no sonar tan mal. El momento está llegando a su final. Resignadamente, el momento ha finalizado y pronto volverá el ruido represor. Templo, palacio o cárcel, ir a la biblioteca los domingos es un encuentro monumental con las máximas virtudes de la especie