miércoles, 11 de junio de 2008

Del tiempo: o de su libertad y esclavitud







A menudo se oyen por la calle impresiones sobre la longitud y extensión de la vida. Se dice que es muy larga o que es muy corta, según la conveniencia del caso. Yo diría, con la humildad con que es menester abordar los temas que el destino ofrece, que todo radica en el ritmo con que la propia vida se teja. En todo caso, no creo que sea tan larga como para hacer todo lo que uno se propone, por lo que el espíritu queda obligado a seleccionar o, economizando esfuerzos, a depender de los azares.
El tiempo –una abstracción humana- es, las más de las veces, un motivo de preocupación. No es fortuito que, al abandonar las sábanas, haya quien tenga como primer pensamiento del día algo relacionado con la administración de sus actividades en función del tiempo y sus limitaciones. El tiempo tiene una doble dimensión: unas veces es camisa de fuerza para la cordura, y otras una holgada guardacamisa dispuesta ser rellenada de gordura. Pero por lo general, en las urbes, en lugar de ser una anchísima sabana, el tiempo es un canal congestionado. No tanto un pesado libro de historia, sino un segundero ruidoso que aturde hasta a las más nobles intenciones, una pauta restrictiva, apremiante y cruel.
De la misma forma en que el mundo jurídico se debate entre deberes y derechos, el tiempo vital transcurre entre compromisos y ociosidades, esclavitudes y libertades. El tiempo del hombre moderno está concebido, fundamentalmente, para cumplir obligaciones, y sólo si queda algún ápice de libertad, éste puede ser aprovechado, lo cual va desde leer un libro “por gusto”, ir al cine, oír una pieza musical o comer helado hasta bajar el nivel de pensamiento para conectarse a los medios de comunicación o suspenderse, cobijado, en un colchón, para dedicarse al suave ejercicio de soñar.
Claro que hay etapas en la carrera contra Chronos. De ahí que los jóvenes añoren la niñez, los adultos la juventud y los viejos la adultez, como si la vida fuera apretando tuercas, y luego, una vez perdidas la soltura y agilidad del cuerpo y de la mente, es cuando se aflojaran; tal como un atleta que sale ágil y fuerte con la mirada en la meta y termina sediento y débil, con la cabeza hacia el hombre que ha disparado al cielo. La línea del tiempo es, según parece, más estrecha en la juventud y la adultez, siendo éstos los dos estadios intermedios de la vida, acaso el nudo de la trama.
El tiempo es el metraje de una película que antecede a la muerte y, por lo tanto, un recurso finito que hay que administrar y una gama de posibilidades susceptibles de priorización, selección y emprendimiento. Cosa distinta sería si el tiempo no fuera agotable, pues no habría preocupación, ni emoción. Al margen de los procedimientos metodológicos, para administrarlo bien se necesitan virtudes elevadas, sabiduría, prudencia, ética, templanza. Priorizar es una forma genérica de preseleccionar, un tanteo exploratorio. La selección implica la toma concreta de decisiones. El emprendimiento, por otra parte, ha de ser el resultado voluntario de las anteriores, la aplicación direccional de la energía en el espacio y en el propio tiempo, con el objeto de realizar alguna tarea o actividad.
La vida adulta es, por lo general, una red de cosas que giran en torno a los compromisos, especialmente en los empleados y estudiantes –lo cual es un periodo de formación y a la vez una suerte de calistenia o preparación para el empleo-. Todo implica llegar puntual a clases o al trabajo; ocupar un salón o una oficina en un tiempo preestablecido, diariamente, semanalmente, mensualmente, anualmente; cumplir asignaciones y, todavía, estar disponible para eventualidades, reuniones o emergencias. La vocación y la mística son grandes y útiles valores humanos pero, más allá, son los edulcorantes de un ritmo subyugado y vertical.
Después de la revolución industrial, con el advenimiento de la modernidad, buena parte de la vida pasó a fundamentarse en una emergente cultura del trabajo. La industrialización de la mano de obra, el incremento de producción y la expansión de los mercados fueron fenómenos prácticamente simultáneos que dieron origen a una escalada difícil de contravenir. Se fijaron estándares, marcas, récords que ahora no pueden sino superarse. Evidentemente, los modos de producción y las brechas sociales que entonces se originaron se relacionan con la confección del sistema contrarreloj del que hoy participamos, pero en cuanto a eso prefiero mantenerme en las orillas pues procuro nadar en aguas más familiares. El hecho es que la vida moderna del hombre de ciudad está amenazada por las horas y sus horarios: una nueva esclavitud.
No acumulo suficientes conocimientos estadísticos, pero puedo intuir que, en promedio, la mayor parte de las actividades del citadino –excluidos niños y ancianos– son impuestas de forma exógena. No nacen de una voluntad propia, sino de una pauta externa, como respuesta a una exigencia foránea. Es decir, el hombre promedio invierte su tiempo más en el cumplimiento de obligaciones que en otra cosa. Está perdiendo tiempo de ocio, el tiempo que melancólicamente añora de su infancia y desesperadamente anhela de su vejez. La necesidad de dinero da pie a que el monetario sea un preciado valor, y siendo el trabajo el medio más ético de lograrlo, no hay más opción que cultivarlo sin cesar para garantizar ciertos privilegios materiales necesarios que preserven o mejoren el estilo de vida. Dadas las circunstancias, un individuo puede preferir invertir su tiempo en alguna cosa que se traduzca en bienes materiales en lugar de satisfacciones espirituales. En ese sentido, el hombre moderno pierde libertad.
La libertad reside en el ocio. Por eso es el “tiempo libre”, ámbito precioso de la creación, el receso y el divertimento. Es el descanso de las tareas, y un espacio temporal cada vez más oprimido por los valores y prácticas de la (pos)modernidad, cada vez más reducido y restringido por las obligaciones que ocupan vertebralmente la existencia. Es el tramo sereno de un río revuelto de compromisos, donde la gente puede bañarse con reconfortante calma mientras el agua corre lentamente a un costado. El ocio es donde el hombre alimenta su espíritu o, al menos, donde tiene la opción de hacerlo, puesto que es sabido que la administración del ocio sólo depende de la discrecionalidad del individuo, de su libre albedrío. El ocio es el estado temporal de libertad plena y, por lo mismo, una cuestión fundamental en la constitución de los pueblos: lo que la gente hace con su tiempo libre es, consecuentemente, un síntoma de la salud intelectual y espiritual de los pueblos.
Desde una perspectiva ética, la esencia de los peligros de la libertad radica en el obrar incorrecta o inapropiadamente. El tiempo, como todo recurso finito, es tan proclive al provecho como al despilfarro, especialmente el ocio que es sobre el cual el ser humano tiene control directo. No existe, desde luego, una noción fija de lo que puede considerarse aprovechamiento o lo contrario, pero sí podría decirse que el buen provecho del ocio debe estar dirigido al beneficio del alma y –por qué no- del intelecto. En todo caso, desaprovechar el tiempo libre es un crimen espiritual, cuya condena es difícil de pagar puesto que nunca hay vuelta atrás. El ocio es una oportunidad siempre única y esquiva.
Desaprovechar el ocio es invertirlo en una empresa estéril o, cuando menos, no saber sacar el mínimo beneficio de la esterilidad. Los medios de comunicación de masas suelen acaparar el ocio de buena parte de la población, y esa realidad hay que considerarla en su justa medida: por un lado, ver qué pasa con la recepción del arte moderno, y por el otro, más que los medios, saber qué mensajes son los que se masifican. Aprovechar el ocio, por su parte, equivale, muchas veces, a la risa o al deleite. Pero no se trata de suprimir toda voluntad y esfuerzo, sino de gozar rápidamente de las gratificaciones del esfuerzo. Aprovechar el ocio es invertir bien el tiempo: experimentar placer y agrado, mientras los compromisos vuelven a nuestro camino. Es, sin más, disfrutar con un esfuerzo invisible.