jueves, 23 de septiembre de 2010

Reportear para el placer

Una tímida aproximación al "periodismo literario", "la literatura periodística", viceversa y todas las anteriores

Lo literario es una categoría a la que se accede..
Esto indica que se "sube" hasta ella, y yo quiero,
al escribir, quedarme donde estoy, no "levantarme".
Por eso me irrita "hacer literatura".
¿El asunto no es más bien "bajar"?
Rafael Cadenas, Anotaciones, 1983.






A veces definir no sirve para nada: no hace falta saber qué significa el amor cuando basta con sentirlo; tampoco es necesario conocer el concepto de guerra cuando basta y sobra con vivirla segundos apenas, tampoco el de pobreza o el de despecho. Sin embargo, otras veces urgen las definiciones. Tal vez sea necesario, por ejemplo, un tímido intento que nos lleve a tener una idea, aunque sea vaga, acerca de aquello que se ha convenido en llamar –quién sabe si con acierto- periodismo literario.

No es poco lo que se ha dicho sobre las afinidades y divergencias entre el periodismo y la literatura. Se sabe del rol que, desde la Ilustración, ha jugado la prensa escrita -y el periódico- como vehículo de ideología y expresividad. Se conoce el aporte de aquellas crónicas de Darío, Martí, y Gutiérrez Nájera –aquella “literatura bajo presión”- que dieron forma al modernismo como movimiento literario. También es consabida la polémica que, por los años sesenta del siglo pasado, levantaron los periodistas –Tom Wolfe y compañía- que acuñaron la nomenclatura del “Nuevo periodismo”, en medio del prurito de los cultores de la doctrina de la objetividad, por un lado, y del descontento de los escritores reacios a aceptar “intrusos” en el Olimpo literario, por otro.

Para desarrollar esta tímida aproximación habría que empezar por un sutil cuestionamiento del concepto y una breve revisión del asunto de fondo. Advierte María Fernanda Palacios que “una preocupación excesiva por la ‘comunicación’ y la ‘información’ ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua y –agrega- un habla estereotipada es hoy patrimonio de los tecnólogos, los periodistas y los intelectuales” (Sabor y saber de la lengua). En la misma dirección apunta Carlos Monsivaís cuando acusa que la tecnificación del periodismo comienza en nuestras aulas: “En la enseñanza de la comunicación pasan a tercer término, si les va bien, la información literaria y el deseo de escribir bien. Informar ahora es usar a fondo la tecnología, no el idioma, y las ventajas de la inmediatez extrema ocupan todo el espacio. Se pierde, si lo hubo, el interés específico por la escritura. Se debilita la ambición de poseer un lenguaje variado y con matices” (“¿Qué es escribir bien?”).

Empezaríamos diciendo, entonces, que lo que más debe importarnos al momento de definir el “periodismo literario” que hoy nos toca ejercer no es otra cosa que el trabajo a fondo con el idioma. Contribuir con la “quiebra de la lengua” es –que no nos quepa la menor duda- la negación del oficio periodístico. El trabajo con el idioma es ese que, según Martí, debe ser “matemático, geométrico, escultórico”. Todo periodismo –más aún el que tenga complejo de literatura- está obligado a trascender ese “habla estereotipada” y reivindicar esos “matices” extraviados.
“En las palabras –nos dice Martí-, hay una capa que las envuelve, que es el uso: es necesario ir hasta el cuerpo de ellas. Se siente en este examen que algo se quiebra, y se ve lo hondo. Han de usarse las palabras como se ven en lo hondo, en su significación real, etimológica y primitiva, que es la única robusta, que asegura duración a la idea expresada en ella” (Crónicas). Quitar la capa y llegar a ese cuerpo, usar las palabras como se ven en lo hondo, es lo único que garantiza esa otra vigencia que no es la de los hechos. ¿Por qué se sigue leyendo “El puente de Brooklyn” si no es por la calidad de esas palabras y de esas imágenes? Un periodismo concebido para ser leído –que no para ser engullido- debe procurar el cuidado artesanal de la palabra y, más aún, debe estar esmerado en devolverle al idioma el color y el sabor que la cultura de masas se empeña en opacar.

De ahí que un periodismo que se precie de “literario” debe transpirar un estilo. “En cada artículo debe verse la mano enguantada que lo escribe, y los labios sin mancha que lo dictan”, sugiere Martí. Esto es, un periodismo con voz, con tono propio. Nada de esto puede confundirse con el embellecimiento de la palabra, la afectación o el divismo de un yo megalómano, pues nada más ajeno al periodismo literario, cuyo punto de partida lo constituyen el respeto por el idioma y el compromiso con la realidad.

De forma recíproca, el uso respetuoso del idioma tiene como correlato la gratitud y la gratificación del lector. Aun cuando muestre una cara horrenda de la humanidad, el buen periodismo literario siempre genera placer en ese lector que agradece ser agradado. Pues, así como es improbable una literatura sin juego ni goce, del mismo modo es inviable un periodismo exento de esa fuerza que tiene lo lúdico.

Ahora bien, el placer es sólo una parte –constitutiva, eso sí- de su esencia. Lo demás viene dado por la capacidad de contar historias con sensibilidad e inteligencia: de profundizar en la psique del hombre y de ir al fondo de las situaciones.
Todo esto pasa por ampliar el sentido convencional de la realidad. La realidad es mucho más amplia y compleja que un montón de cifras, está más cerca de nosotros que lo espectacular y abarca la imaginación. Este tipo de periodismo trasciende el dato para internarse en lo humano, y asirse del filón extraordinario de lo aparentemente ordinario. El buen periodista, como el buen poeta, sabe poner su ojo en lo aparentemente intrascendente, lo que está en los trastos, en los escombros, detrás de la noticia. Esto lo dice mejor Alberto Salcedo Ramos, periodista colombiano, con una imagen elocuente: “Muchos reporteros siguen pensando que el número de muertos es lo único cierto y relevante de un accidente aéreo. ¿Y qué hacemos, por Dios, con ese libro contrahecho que apareció entre los escombros del desastre, y cuyo título inquietante era El último vuelo?” (“Las dos habitaciones de la casa”). Ante eso, un periodista no pueda voltear la mirada. Sencillamente no puede evadir la responsabilidad de contar la historia a la que tiene acceso. Si lo hace bien o mal, si merece o no inscribir su nombre con letras doradas en el parnaso, será juicio de la comunidad de lectores.

¿Y qué, si no es buscar en los escombros, es lo que hace Truman Capote al fijar su mirada en una noticia de 2.000 caracteres sobre el asesinato de una familia habitante de un modesto pueblo del lejano estado de Kansas? El hecho es sólo un punto de partida. Gracias a una investigación exhaustiva, Capote reconstruye esa historia –y tantas otras que se derivan- para darle a sus lectores una “novela de no ficción” que habla de ese crimen y de todos los crímenes a la vez. Lo mismo hace García Márquez cuando traza una radiografía del conflicto social de una Colombia gobernada simultáneamente por el Estado, la guerrilla y el narcotráfico, o cuando nos cuenta la hazaña de un cineasta expatriado que, con otro nombre y otro rostro, se cuela en su Chile natal para filmar un documental en tiempos de Pinochet. ¿O qué hace Kapuscinski cuando se interna en la cotidianidad de los pueblos africanos si no es darle una dimensión más justa a sus procesos históricos a partir de las comunidades? Ellos van más allá de lo evidente. Indagan. Se llenan de barro, se sumergen y vuelven con los detalles.

Earle Herrera es enfático al señalar que en este tipo de periodismo “no se escribe ‘la muchacha gritó’ sino que el grito está en la escritura, estalla en la página” (“El reportaje, el ensayo”). Son los detalles de una historia particular los que pueden dar cuenta cabalmente de un asunto general. Tomás Eloy Martínez lo refería de modo muy claro: “Cuando leemos que hubo cien mil víctimas en un maremoto de Blangadesh el dato nos asombra, pero no nos conmueve. Si leyéramos, en cambio, la tragedia de una mujer que se ha quedado sola en el mundo después del maremoto y siguiéramos paso a paso la historia de sus pérdidas, sabríamos todo lo que hay que saber sobre ese maremoto y todo lo que hay que saber sobre el azar y sobre las desgracias repentinas”(“Periodismo y narración”) . ¿Cuántas historias no dejó el deslave de Vargas? El periodismo literario puede partir del asombro, pero no se conforma con asombrar; su esencia expresiva persigue conectarse con el alma del otro. Es importante informar y comunicar, sí, pero si no se roza el misterio, si no se mueve en el lector otras fibras menos cognitivas e intelectuales, entonces no se ha logrado nada.

Más allá del talento y la disciplina que exige, el periodismo literario es emoción. Cómo contar, si no es desde la emoción y con emoción, la historia de unos mineros sepultados 700 metros bajo tierra que, tras dieciocho días de silencio, logran decirle al mundo que están vivos con un mensaje escrito con tinta roja y pulso vivo: “Estamos bien en el refugio, los 33”. Intentemos prever ahora el testimonio que llevarán esos mineros chilenos cuando salgan a la superficie luego de haber vivido cuatro meses en el inframundo, como sometidos a un experimento de los dioses. ¿Cómo serán esas emociones?, ¿cómo serán esas imágenes?

A propósito de las imágenes, Salcedo Ramos lanza esta denuncia dirigida a los escritores: “deben dejar de comportarse como si fueran los únicos dueños de la posibilidad de construir imágenes, crear atmósferas, utilizar escenas, manejar el punto de vista y hacer sentir su voz personal en el relato”. Los periodistas no sólo somos capaces de construir imágenes y todo lo demás, sino que somos corresponsables directos en la arquitectura del imaginario colectivo, y eso es una oportunidad que hay que saber aprovechar. El periodista tiene que usar la imaginación en tiempos en que ésta ha quedado, al decir de María Fernanda Palacios, “relegada al jardín de infancia, a las clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía”. No se trata de inventar nada –no puede haber voluntad ficcional-, sino de recuperar el valor metafórico de la realidad. ¿Cómo? A través de la lengua, que es la única materia con que trabaja el periodista.

De ese modo, recobrando las imágenes de la realidad y del idioma, el periodismo literario subvierte el status quo con creatividad; se rebela frente al largo tiraje de una prensa que, con sus cápsulas informativas, suele caer en el vicio de dirigirse exactamente a quien no lee. Gracias al poder liberador de la lengua, las voces que resuenan en el periodismo literario son, justamente, las que se rebelan ante el poder político, económico y mediático, para hablarle al mundo acerca de lo real, eso que está debajo del artificio y que a veces se empeña en ignorar.

El periodista nunca cierra la ventana que da al patio de lo real. Su trabajo está signado por la referencialidad y temporalidad. Es decir, se refiere a algo concreto en el ámbito real que, a su vez, pertenece al presente, a lo actual. Pero a veces ocurre que, como sugiere Susana Rotker, cuando con el paso del tiempo se pierde la significación inmediata de la obra, se revela el valor propiamente literario del texto. De este modo, reflexiona Rotker, “aceptar una literatura que incorpore no sólo la referencialidad, sino también la temporalidad, en términos de la actualidad de lo narrado, implicaría considerar la formación de una literatura que es también la historia que se está haciendo” (“La creación de otro espacio de escritura”). El periodismo literario es, ciertamente, la historia en movimiento: la huella progresiva del tiempo que transcurre, dibujada con trazo firme.

Así, este periodismo está regido por el equilibrio entre la veracidad ética y la conciencia de escritura o, mejor, por la resolución de esa tensión. “Las historias que cuenta un buen cronista quizá parezcan cuentos –señala Salcedo Ramos-, pero deben ser reales. Han de tener la verosimilitud estética de la literatura y la veracidad ética del periodismo. Siempre y cuando ese imperativo quede claro, los dos oficios pueden convivir sin caer en el incesto”. En resumidas cuentas, las historias de los periodistas literarios tienen que ser verdaderas; no hay alternativa.

Por otra parte, pese al recelo que algunos escritores tienen con respecto al humor, tengo la impresión de que el periodismo que apela a este recurso corre el “riesgo” de convertirse en literario. Basta releer al Martí que, en su crónica sobre “Coney Island”, advierte no sin un dejo satírico que “para el norteamericano es materia de gozo positivo, o de dolor real, pesar libra más o libra menos” (Crónicas), o al Cabrujas que en una modesta crónica sobre la ineficiencia del servicio eléctrico en Caracas, asegura que su electricista es “un hombre acostumbrado a vivir en la posguerra, porque aquí, después de la Batalla de Carabobo, todo ha sido, en realidad, posguerra” (“El poste” en El mundo según Cabrujas). Basta leer eso para constatar que a través del humor, el periodismo trasciende su función informativa al escrutar la realidad, al interpretarla y al proveerle placer –por más amargo que sea- al lector. Pues, si bien el humor implica un acto de crítica y reflexión, su faceta original tiene que ver más con lo orgánico, con la sensibilidad.

Cabrujas nos regala una definición más exacta del humor: “es inevitablemente otra manera de amar, de pedir calma, de evadir el grito, el insulto, de soslayar la furia estúpida y ciega. Y mira, quizás sea ésa la definición más acertada que se le puede conceder al humorismo: la de un raro, aunque extraordinario, acto de amor”. Un periodismo conectado con el alma es, también, un oficio apasionado por la condición humana, por terrible que a veces sea. Frente al insulto y la furia, un periodismo esmerado en el lenguaje se inclina por el humor, por la ironía, pues ésta es tal vez la máxima expresión posible de la conciencia del lenguaje.

No quisiera culminar sin antes mencionar un par de cuestiones prácticas. El campo del periodismo literario no es demasiado amplio en los medios de difusión tradicionales, y publicar un libro es menos fácil de lo que parece. Por otra parte, al contrario de lo que muchos periodistas opinan, considero que los medios electrónicos –y la web 2.0- ofrecen valiosas posibilidades para el ejercicio del periodismo literario, sobre todo para nosotros, los inéditos e inexpertos, quienes podemos verter sobre nuestros blogs –medios de los cuales somos nuestros propios jefes- esas mirada paralela que, quizás, no podemos exponer en los medios de comunicación en los que trabajamos. Hay que seguir el consejo del maestro Kapuscinski, y mantener ese “doble taller”: hacer lo que nos mandan y satisfacer las propias pulsiones. Cuesta trabajo, afortunadamente.
Los temas y, sobre todo, los enfoques son infinitos. Más aún en una ciudad como Caracas, en la que cada esquina guarda historias secretas. Sólo hace falta tener los sentidos dispuestos, investigar, acaso centrar la mirada en aquello que es ignorado, invisibilizado o simplemente desestimado. Como advierte Martí, convencido de que no hay hechos menores: “en la fábrica universal no hay cosa pequeña que no tenga en sí todos los gérmenes de las cosas grandes”. En lo aparentemente intrascendente están muchas de las respuestas que buscamos.

Pongo por caso el tópico de la burocracia estatal. Siendo un problema de consecuencias inconmensurables en Venezuela, tiene también un costado humorístico y, por tanto, nos ofrece –nos pone en bandeja de plata- la posibilidad de reír de ella, que no es sino reírnos de nosotros mismos, al menos parcialmente. Los periodistas podemos ver al monstruo desde otro punto de vista, no para ridiculizarlo, sino para sacudirnos y rebelarnos contra su fortaleza. El costado humorístico de la burocracia estriba, probablemente, en el absurdo, el sinsentido expresado en esa larga lista de colas inexplicables, planillas estrambóticas, carpetas ilógicas y requisitos insólitos. En este punto, el periodismo puede tener un efecto catártico en la medida en que el periodista drena sus pequeñas desgracias en clave de humor, mientras el lector se divierte con la desgracia ajena que es, también, un poco la propia.

“Lo literario es una categoría a la que se accede –nos dice Cadenas-. Esto indica que se “sube” hasta ella, y yo quiero, al escribir, quedarme donde estoy, no “levantarme”. Por eso me irrita “hacer literatura”. ¿El asunto no es más bien “bajar”?” Sí, el asunto es más bien bajar. No podemos escribir pensando en “hacer literatura” porque ese no es nuestro compromiso; eso llega por añadidura, si es que llega. Cuando se acomete un trabajo periodístico el compromiso no es alcanzar estatus de literaturiedad, ni hacer obras de arte. Se trata de narrar historias de interés humano y social, dar voz a los que no la tienen usualmente, dar detalles de lo común.
Intentar hacer periodismo llamado literario, en fin, no es otra cosa que intentar hacer un periodismo sin apellidos ni pretensiones: honesto, humilde y sensible, comprometido con la realidad y con el idioma. Un oficio sin artificios, ni brillos innecesarios, con respeto profundo por la fuente y por la lengua. Claro que el asunto es “bajar”: no se trata de un periodismo de altura, sino de un periodismo a ras de tierra. No es un periodismo dominado por las emociones, pero sí edificado sobre ellas. Es un periodismo que termina en el placer del lector, en el gesto cómplice que delata el gusto con que recibe las letras que tiene ante sus ojos, incluso cuando ellas lleven temblorosamente “exactitudes aterradoras”.

Culmino, entonces, con un poema del propio Rafael Cadenas que, como sugiere Moraima Guanipa, debería estar en las puertas de todas las escuelas de periodismo: Ars poética.

Ars Poética
Rafael Cadenas

Que cada palabra lleve lo que dice.
Que sea como el temblor que la sostiene.
Que se mantenga como un latido.
No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es.
Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir
verdad.
Seamos reales.
Quiero exactitudes aterradoras.
Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis
palabras. Me poseen tanto como yo a ellas.
Si no veo bien, dime tú, tú que me conoces, mi mentira, señálame
la impostura, restriégame la estafa.
Te lo agradeceré, en serio. Enloquezco por corresponderme.
Sé mi ojo, espérame en la noche y divísame, escrútame, sacúdeme.

domingo, 25 de julio de 2010

Hermano: combate y destino



Estoy llegando de ver Hermano, la película venezolana que se llevó los mayores premios del festival de Moscú. No podía ser de otra manera. Es cierto que escribo desde la pura emoción (todavía me huele a cotufas), pero es que sobre una película como esa no puede hablarse desde ningún otro lugar del alma.

Son muchas las reseñas sobre el laureado film de Marcel Rasquin -y algunas son muy buenas-, por lo cual poco podría aportar yo. Pero sí quisiera compartir con algún lector que se tropiece con este blog la sola idea de que es una película sin desperdicio: excelente guión, magníficas actuaciones, buenas tomas. Hay que subrayar la solvencia técnica con la que se presenta el fútbol de calle al espectador , como combates librados en medio de la polvareda, que nos hacen pensar lo mismo en gladiadores romanos que en vaqueros de westerns. Excelentes movimientos de cámara que exaltan el carácter genuinamente épico del fútbol.

Quiero aplaudir el tratamiento del barrio y de lo social. Agradecemos la ausencia del melodrama y la exageración de otras películas que tratan al barrio y al malandro acaso con el ingenuo asombro del ojo aburguesado que se encuentra frente a un freak y le quiere sacar provecho. En Hermano no hay realismo social: ¡hay realidad pura! “Bella y terrible a la vez”. Se muestra la propia vida de la gente del barrio en una dimensión muy justa, sin brillos ni cursilería.

Es paradójico -aunque una paradoja reiterada en la historia del arte, pues no en balde el Siglo de Oro del teatro español es la época de un imperio decadente- que el cine venezolano alcance este nivel a partir, precisamente, de la miseria de un país fragmentario y una ciudad desestructurada y hostil. Sin pretensiones de ningún tipo, la película muestra lo que somos y de qué estamos hechos (qué ocultamos), pero, sobre todo, muestra la historia de un amor fraternal que implica decisiones y sacrificios en el camino hacia la redención, en la esperanza de salvarse: el destino, el dolor, la muerte, la venganza, tópicos de una auténtica tragedia que tiene como escenario a Caracas, como protagonistas a dos hermanos apasionados (extraordinarios actores), y como pretexto al Caracas Fútbol Club.

En fin, lo que quiero con este comentario es lograr que si algún lector se encuentra con mi blog y aún no ha visto Hermano, se decida y la vea pronto.

Al margen

A través del parabrisas apenas podía divisarse que a aquel hombre de franela harapienta y jean arremangado le faltaba una pierna. En medio del tráfico de aquella tarde nublada, él ocupaba el rayado peatonal de la esquina contraria a la mía y, mientras el semáforo contenía el brío de los motores, daba saltos entrecortados que parecían indicar un extraño desbalance. Pero la distancia impedía ver detalles.

Minutos antes un locutor anunciaba en la radio que, tras su extensa huelga de hambre, la situación de Franklin Brito se complicaba. Es un chantajista, decía Carlos Escarrá. Es un luchador honesto, esgrimía la hija del productor. En otra emisora se hablaba de los buenos oficios de la Mesa de la Unidad, al tiempo que otra voz aseguraba que las “fuerzas progresistas de la revolución” con seguridad alcanzarían no menos de 120 curules en la Asamblea Nacional. Que fueron encontradas 80 mil toneladas de comida podrida en containers de Pdval, mientras el gobierno blande su espada contra los acaparadores de Empresas Polar, ironizaba un economista. Es imposible dejar de hacer una asociación con el ayuno de Brito y, por supuesto, con la malnutrición que muchos padecen, ya no por protesta sino por carestía. “Detuvieron a los gerentes de Pdval involucrados”, reza el titular de un resumen de noticias. “Tenemos soberanía alimentaria”, se burla un ministro.

Entretanto, el hombre continuaba saltando sobre su única pierna y la luz aún inmovilizaba a los motores con su rojo incandescente. Este viernes le fue dictada orden de captura a Guillermo Zuloaga y a su hijo. La Sociedad Interamericana de la Prensa se pronuncia al respecto. También un relator de la ONU. Surgen preguntas: ¿La justicia es igual para todos o se afinca con el que resulta incómodo? ¿Puede hablarse de libertad de expresión plena en Venezuela?, ¿de prensa?, ¿de empresa?, ¿de salir a la calle con tranquilidad?, ¿de algo?

La luz cambió a verde y decidí cerrar mis oídos y hundir el acelerador de forma muy lenta para contemplar al hombre. Con las manos a los lados sujetaba un mecate que, mediante movimientos sucesivos, hacía pasar sobre su cabeza, detrás de su espalda, a ras del pavimento y delante del pecho: saltaba la cuerda con su única pierna a cambio de lo que la generosidad y la confianza de los conductores pudieran brindarle.

¿Cómo se puede tener una economía blindada cuando miles de personas no sólo viven en la calle, sino que hasta se mantienen a costa de sus propias debilidades? ¿Y qué tiene que ver la agenda mediática con ese hombre que pide limosna a cambio del espectáculo de su miseria? Nada. Porque ellos no existen, no votan y, por tanto, no importan. Son venezolanos que no alcanzan la categoría de ciudadanos. No les compete la SIP, ni la ONU, ni los batallones socialistas, ni el CNE, ni la soberanía alimentaria. No pertenecen a nada y, sin embargo, son un reflejo de todo.

Los sucesos noticiosos son significativos. Ciertamente dan cuenta de una parte de la vida en la polis, pero sólo de una parte. Al margen de la ciudad, invisibilizado por las gríngolas de la cotidianidad o los colorines de una “fiesta democrática”, hay un indigente discapacitado que, con su doble estigma, dicta cátedra de inclusión social y nos recuerda con exactitud lo que somos mientras salta la cuerda con su única pierna.

Sólo para bebedores


Tengo en mi memoria el vivo recuerdo de la vez que, siendo niño, en medio de una fiesta familiar, me acerqué a una botella de cerveza con mucha curiosidad. Aquella botella de cerveza Polar, tipo Pilsen, de un marrón oscuro inconfundible, ejercía sobre mí una fatal atracción. En aquel momento mi padre conversaba con otros mientras dejaba caer su brazo holgadamente –postura que creo haber heredado– y en el extremo de su mano el reluciente vidrio, transpirante, maravilloso, me hacía llamados irresistibles. No sé qué edad tenía pero acerqué mi boca al orificio, sentí ese olor que luego reconocería mil veces en el estadio de béisbol, e intenté beber algo con ayuda de la otra mano. Rápidamente mi padre se percató, lo hizo público, y sentí las miradas y risas de todos mis tíos. No recuerdo si me avergoncé o qué sé yo, pero lo único que lamenté hondamente es que no pude probar aquel líquido que suponía amarillento dado que lo había visto una que otra vez en vasos plásticos.

Pronto logré mi primer trago de cerveza. No tengo recuerdos muy nítidos salvo la amarga y helada impresión que me causó en aquel momento. No podía encontrarle ciencia a ningún deleite en esos términos, o al menos eso creía. Sin embargo, con el pasar de los años pude capitalizar algunos tragos y me hice amigo de mendigar traguitos en reuniones familiares a mis tíos más irresponsables, o a mi papá y mi hermano mayor en el estadio de Barquisimeto, especialmente en los momentos de euforia en que Alexis Infante y Luis Sojo conectaban hits consecutivos y aparecía el batazo largo de algún pelotero importado, o incluso de Robert Pérez. Bueno, la verdad es que en esos momentos más que pedir tragos, sólo era preciso abrir la boca lo más grande que pudiera: alguna gota iba a caer acertadamente. Desde entonces, comencé a disfrutar que el equipo ganara juegos o hiciera muchas carreras –por encima de las entretenidas morisquetas de las mascotas de los equipos visitantes–, no tanto por la gloria del triunfo deportivo, sino por la pequeña gloria de ser bañado en cerveza. Honestamente, nunca he entendido a las personas que se quejan cuando las bañan en cerveza durante los juegos de béisbol. Ya no abro la boca, pero sigo disfrutándolo, al menos un poco.

Pero la primera vez que me tomé una cerveza entera, en realidad me tomé dos. Corría el año 1998, pero todavía no había comenzado el mundial de Francia. Yo tenía once años recién cumplidos y estábamos en sexto de primaria. Once años. De acuerdo con la leyenda familiar, once años tenía mi abuelo cuando dejó de ser el niño abandonado, fumador y bebedor que era antes de tomar el camino recto de la vida –por el que llegó a convertirse en un pediatra ejemplar–. En todo caso, a los once todavía tenía esperanzas de ser un buen hombre, a partir de los doce, claro. El niño que cumplía años se llamaba Damiano y era el amigo más osado que yo tenía. Además, era un donjuancito muy precoz que en los recreos les daba besitos a las niñas y les levantaba la falda, mientras yo me ensuciaba el uniforme cazando ranitas bebés con vasitos de la cantina. Él cumplía doce y su madre compró una caja de cerveza para los amiguitos de Damiano. Me tomé una y la disfruté tremendamente. Era mi primera cerveza completa en la vida. Intuitivamente, sabía que significaba algo importante. Era toda para mí, con toda su gélida amargura, con todo su delicioso olor a fermentación.

Tampoco recuerdo en cuánto tiempo me la tomé, pero eso sí lo atribuyo a que seguramente el etanol comenzó a surtir efecto en mi delicado organismo. De la segunda cerveza tengo aun menos recuerdos, pero sí algo de sus consecuencias. No sé en qué momento exacto empecé a dirigir miradas intensas a una niña que estaba sentada en la sala. Era una vecinita invitada, quizá un poco tímida. No lo sé, pero lo cierto es que pronto empecé a acercarme y decirle cosas y no sé qué propuestas. No logro visualizar las acciones concretas, pero al cabo de muy poco tiempo, ella estaba saliendo por la puerta principal, asustada, sin despedirse de nadie. Y yo salí tras ella. Empezó a acelerar el paso y pronto echó a correr, escapando de un niño loco que la perseguía corriendo. Un violador en potencia, pensaría. Corría despavorida hasta que llegó a su casa y no me dio oportunidades de nada. Creo que ahí detuve mi carrera y volví en mí. No sabía lo que estaba haciendo. Hubiera querido saber qué pasaba si la hubiera alcanzado. No me imagino qué hubiera hecho. Creo que nada. Mi precaria socialización sexual se limitaba a un intento de violación que me hizo una primita a los cuatro años, intento que se consumó de una u otra manera; pero no creo que estuviera pensando en eso. En eso ni en nada. Lo que había conocido tempranamente era el efecto desinhibidor del alcohol en el sistema nervioso central. Lo demás fue vergonzoso. Todavía llorando, la niña volvió a la fiesta con su mamá, quien venía a averiguar lo que pasaba. La mamá de mi amigo, un poco incrédula dada mi intachable conducta, se tuvo que acercar a mí para preguntarme. Damiano me pedía explicaciones riéndose. Hicieron que me disculpara. No tenía más opción y casi de golpe conocí al mismo tiempo el ratón moral. Ignoro si la niña se volvió a instalar en la fiesta. Más nunca la vi. No sé si hoy es una mujer normal, o me debe algún trauma. Siempre quise disculparme de nuevo y quién sabe si ganarle la carrera. La única imagen posterior al suceso que conservo es cuando, en medio de la penumbra y de la panameña sonoridad de algún predecesor del reggaetón, irrumpió en la sala el padrastro de Damiano para llevárselo porque había tomado demasiado y estaba bueno ya. Lo cargó en sus brazos y mi abatido amigo se despidió de todos con los ojos entreabiertos, una sonrisa y los dedos índice y medio de la mano derecha haciendo el emblemático gesto de la paz.

—¿Cuántas se tomó? –alcancé a preguntar.

—Ocho –contestó alguien, y constaté que era mi ídolo.

Aquellas dos cervezas –mis humildes dos– me enseñaron que el alcohol era un placer que también relajaba los preceptos morales. Y aunque no aproveché eso para reintentar sobrepasarme con las niñas, sí reorienté esas fuerzas hacia otros tipos de socialización como la payasería. Con eso, llegué a admitir que el alcohol era divertido, creencia que he reforzado con el paso del tiempo, de algunas fiestas y otras lecturas.

Después de esa experiencia, hubo algunas aisladas y poco significativas. La cosa empezó a tomar cuerpo con la llegada más formal de la adolescencia, y los desgarrados enamoramientos que esa turbulenta edad implica. Nunca olvidaré el despecho que me causó la rebotada de la Beatriz de aquellos años, cuando me dijo –palabras, palabras menos– que me quería como un amigo. Eran los años de la maravillosa, transparente y cristalina aparición de la Polar Ice –mi cerveza preferida hasta que me hice amante de la Solera verde–. Sin embargo, esa terrible tarde me fui con mi amigo Werner a su casa –no podía llegar a la mía–, pero antes de abordar un taxi, pasamos por una licorería y compramos entre los dos, con mucho esfuerzo, una botella de Something Special, para ahogar nuestras penas. Había llegado a doble A. Estaba a las puertas de las grandes ligas, pero ese ascenso no iba a llegar todavía.

Fue inolvidable llorar abrazado a una botella y decir disparates en la madrugada. No llegaba a los catorce, pero ya había experimentado un despecho etílico, como los de la gente grande. Y cómo lo sufrí. Ahí fue cuando entendí que el alcohol también está asociado al dolor.

Los años 2001 y 2002 estuvieron llenos de fiestas de quince años. Mis amigotes y yo siempre lográbamos hacernos de las botellas de Etiqueta Negra. Era de mucha utilidad darles cinco mil bolívares a los mesoneros, pero en varias oportunidades me tocó sacar botellas de whisky, casi enteras, por contrabando en cómodas botellitas plásticas de agua mineral. Había que verterlas con mucho cuidado en lugares oscuros o mientras se bailaba el valse, a escondidas de todos y luego transportarlas hacia la salida envueltas en chaquetas o dentro de carteras aliadas, para ir a bebérnoslas a otro lugar.

Yo sufrí el paro de diciembre de 2002 porque no pude saborear una puta Polar hasta febrero de 2003. Por fortuna conocí la Heineken, la Bud Ice y la Corona, pero luego tuve que aceptar, a dos mil quinientos bolívares, la burla de un guarapo colombiano con pretensiones de cerveza llamado El Águila. Durante esas tristes navidades, nos tocó beber anís Cartujo en la cancha de la urbanización de un amigo –desde la cual, tendidos en el suelo, podíamos ver estrellas fugaces–, y a falta de solvente y por no querer tomarlo puro, un vecino fue a su casa y regresó con papeletas para hacer jugos artificiales. Lo que hicimos fue girar la tapa de la botella, verter todo el polvo dentro, volver a tapar, batir fuertemente y ya teníamos un coctel bastante económico. Nunca había vomitado tanto como hasta ese día detrás de las gradas, un día de los inocentes, por cierto.

Quinto año de secundaria fue el año del ron Superior, que de superior tenía muy poco porque no podía estar por encima de nada en la vida. A éste se unieron, aunque siempre en segundo plano, el Ventarrón, el Coconís y uno que otro Bacardí de muy bajo nivel. Para aquellos años Pampero era un privilegio y Cacique un lujo extraordinario. Con esfuerzo, arañando nuestras mesadas, podíamos llegar eventualmente a un buen Santa Teresa. Quinto año fue el año de los excesos diarios, de las mezclas de esos elíxires. Fue el año en que me fui un día a la playa con tres amigos, y cada uno llevaba una caja de Polar Ice para sí. Todavía recuerdo la molesta sensación del oleaje cuando se está intoxicado. Quinto año fue el año en que llegué ebrio a una clase, el mismo en que llegué ebrio, y con cerveza en mano, al punto de partida de una excursión de Ciencias de la tierra y no me permitieron abordar el autobús por mi estado.

En Caracas aprendí a valorar el vodka, pero seguí tomando cerveza. Conocí los tobos, conocí el tercio y esa manera un poco rara de echarle limón a la cerveza que tienen en la gran ciudad, pero ya yo había probado un empalagoso experimento llamado Vox y no quería repetir una experiencia como esa en mi vida. Aprendí a degustar Chivas Regal y Old Parr, pero me volví fanático de la Solera verde, sólo comparable en Venezuela a la tradicional cerveza –llamada Kr o con plomo en alusión a las modalidades paupérrimas– y a la que producen en la Colonia Tovar. Nunca me ha gustado la Brahma Chope, ni la Light. No me gusta la Regional en ninguna de sus modalidades. A pesar de su extraño sabor a manzana, llegué a admitir una edición especial llamada Regional X, pero fue desterrada del mercado pronto. Mi lealtad a Polar es una cuestión sagrada.

Yo que leo en la Ilíada a esos griegos libando sabroso vino casi por cualquier motivo, y el vino que empieza a (re)cobrar auge en Caracas, o en mi vida. Se puso de moda o no sé qué, pero empecé a darle un valor inusitado al derivado del fruto de la vid, al vino tinto siempre por encima del blanco y cualquier espumante. Renegué un poco de mi pasado, o al menos juré que nunca más tomaría Superior, Carta Roja, o alguno de esos brebajes lavagallos. Le agarré cariño al vino por su bouquet, por sus sabores, por sus finales y consistencias. Lo quise mucho hasta que luego de una deliciosa velada, amanecí con el dolor de cabeza más infame que he padecido alguna vez. La resaca se prolongó hasta la noche e implicó tres vómitos con arcadas tan profundas que me reventaron algunos vasos sanguíneos alrededor de los ojos.

Por eso, dado que la resaca no puede ser sino una forma vil que tienen los otros dioses para castigar al bueno de Dionisos, en lugar del vino, prefiero las exquisiteces salidas del ágave, léase tequila y cocuy larense, magníficas aguas ardientes que tienen la maravillosa ventaja –el cocuy más que el tequila, siempre que sea artesanal– de no generar eso que no sé bien por qué se llama ratón.

Aquí en Caracas es donde he crecido espiritual y etílicamente. Creo firmemente que algunos licores son como la buena literatura: amargos y difíciles, pero valiosos en sí mismos. Hay que refinar el gusto para encontrar el valor en elíxires distintos, pero para mí la cerveza seguirá siendo igualmente valiosa, por su sabor; por su vocación refrescante y seguramente también por eso que llaman tradición. ¿Por qué bebemos? Acaso porque además de conectarnos con el agua y el fuego a la vez –por eso lo de aguardiente–, hace falta sentir esos sabores en la boca y relajar los preceptos morales, subir la voz de vez en cuando, reírse un poco más de sí mismo y de los demás, trasladarse a otro plano y, si no hay opción, pagar las consecuencias al día siguiente.

Pero de todo, lo que más me emociona es estar en el estadio, mirar el piso inmundo, sucio de cáscaras de maní, con chapas incrustadas, y escuchar el melodioso pregón. Polarr, Polarr, Polarrrrrr.



Publicado en Relectura: http://www.relectura.org/cms/content/view/800/43/

jueves, 29 de abril de 2010

Accidental

Ayer me pasó algo que a uno le debe pasar algo así como una vez en la vida. Por eso siento que tengo que escribirlo y retratarlo de alguna manera, atraparlo en el tiempo.
Mientras yo salía de la oficina, una muchacha salía de asistir a una conferencia que se dictaba en el auditorio que queda en mi lugar de trabajo. Así, circunstancialmente, pasaba cuando se cruzó conmigo. Se me quedó mirando sin que yo alcanzara a percatarme y me señaló: "Tú estudiaste en el colegio Independencia de Barquisimeto", y siguió su camino entre la multitud que la arrastraba, mientras yo, algo perplejo, asentía con el temor de no entender jamás la situación.
Por fortuna, me pudo abordar a la salida mientras esperaba el transporte con mis compañeros. Se me acercó y me dijo que ella tenía muy buena memoria, y que se acordaba de mí por un ensayito q escribí en 8vo grado.
-Se llamaba América para todos –sentenció haciéndome viajar en el tiempo- ¿te acuerdas?
Claro que me acordaba. Era un pequeño texto antiimperialista que había escrito bajo la influencia de las corrientes ñángara que me alienaban para entonces. Pero no podía creer que gracias a ese escrito aparentemente intrascendente, diez años después estuviera viviendo ese instante tan accidental, tan raro... La verdad, me maravilló su memoria. Cuántas veces no he sido yo el único que se acuerda de cosas, lugares y personas "aparentemente intrascendentes"...

Corrupción y supervivencia

Luego de echar gasolina cerca de las 9:00 pm me dirigía a mi casa en Santa Mónica. Sonaba una canción de Yordano en el reproductor cuando llegué al portón. Me bajé a abrir y me volví a montar. Entré, apagué el carro, metí el tranca-palanca y estaba recogiendo mis cosas con la puerta entreabierta en el momento en que llegaron dos jóvenes con “buena presencia” –como se dice en los clasificados- instándome a cooperar, pistola de por medio:

-Bájate tranquilito. No subas las manos.

Mientras los veía saliendo silenciosamente, sólo pensaba en lo inverosímil que parecía que me robaran el carro por segunda vez en diez meses. Pero al cabo de 15 minutos, también en contra de las probabilidades, ya nos habían indicado por teléfono que el vehículo estaría frente a la Plaza O´Leary. Poco después de las 10:00 pm me fui en una patrulla con tres policías y lo rescatamos. De regreso a la jefatura, me encontré a mi hermano hablando con un inspector parecido al Ño Pernalete de Doña Bárbara, que planteaba dos alternativas: o formulábamos la denuncia y dejábamos el vehículo a merced del Ministerio Público, o “colaborábamos” con ellos y nos lo llevábamos esa misma noche.

-Usted comprenderá que no tenemos mucho dinero… -le dije- ¿300 está bien?

-Lo que ustedes puedan, pero con 300 el jefe –siempre hay un jefe imaginario- me va a dar una patada por el culo –dijo el inspector con toda elegancia.

-Les dejamos 300 ahora y mañana le damos 700 para llegar a 1000 –saltó mi hermano ya obstinado-, y así no nos exponemos a sacar plata en telecajeros a esta hora…

-No, pero si para eso estamos nosotros… ¡Los escoltamos!

Y así fue. Nos custodió un policía en los tres cajeros que tuvimos que visitar para completar los 700 restantes y, una vez entregados, pudimos llevar el carro de vuelta a casa.

Como es evidente, en este cuento no hay moralejas ni lecciones de ética, pero sí hay cosas qué apuntar. Algún sensato lector bien podría criticar cualquier cooperación con la corrupción. Sin embargo, creo justo señalar que este tipo de corrupción es el indicio de un problema mayor. Considerando algunos testimonios, incluido el de un conocido que en un año no ha podido sacar su carro de Fiscalía, uno tiene la certeza de que los carros que allí entran no sólo tardan mucho en salir, sino que son desvalijados por las mismas autoridades.

Hay una crisis ética de la que el ciudadano parece prácticamente obligado a formar parte. Hacer las cosas bien -además de parecer un acto pedante, como ironiza Cabrujas- puede suponer ir en contra de sí mismo. La indefensión de un ciudadano lo obliga a preferir saltar las reglas conjuntamente con el Estado. La situación no admite ligerezas, pues detrás de todo hay una grave insatisfacción de los funcionarios públicos que pasa por una falla vocacional y, desde luego, por la insuficiencia de los salarios; todo lo cual conduce a que el oficial, en lugar de dedicarse a la ciudadanía, viva constantemente tras un “rebusque”, ya sea matraqueando, desarmando vehículos para vender las piezas o hasta pactando con el hampa.

De mi parte, el carro está oculto en un garaje. Huyo de los ladrones, de los policías y acaso termine huyendo de mí mismo.

El estigma del “volteado”

Hoy me habría gustado hablar de otra cosa, pero no puedo. Ayer en la mañana, revisando la prensa, me topé con una entrevista que le hiciera Vladimir Villegas al llamado “ideólogo del socialismo del siglo XXI”, Heinz Dieterich, en la que le preguntaba por el caso de Henri Falcón, entre otras interesantísimas cosas que comentaríamos si tuviéramos más espacio. Al momento hice una asociación entre estos tres personajes: ¿Qué tienen en común? Que los tres apoyaron a Chávez y hoy mantienen alguna distancia. “Son tres volteados”, pensé automáticamente, e inmediatamente me lo recriminé, pues no debe ser normal que asumir opiniones disonantes signifique “volteársele” a algo o, peor aún, a alguien.

Hace una semana, con su uniforme militar, el presidente no tuvo empacho en decir estas palabras: “los que están con Falcón están contra Chávez y los que están con Chávez están con Chávez…, no hay lugar para medias tintas”. Antier, durante un acto realizado ante 20mil personas en el domo bolivariano de Barquisimeto –incluido corte deliberado de luz eléctrica-, Henri Falcón envió otro mensaje: “Señor Presidente, le tenemos mucho respeto, pero eso no niega la posibilidad de la crítica”. Aunque Dieterich califica la decisión de Falcón como “un acto de civismo y valor”, ayer el jefe de Estado, durante su alocución dominical, insistió en llevar a la hoguera al gobernador de Lara: "No me respete, gobernador, que usted no se respeta a usted mismo. Usted es un traidor, gobernador. Un traidor más que va a desaparecer por el camino de los traidores". No conforme con formularle esa extraña petición de irrespeto y pronosticar el destino político del líder regional, el presidente decidió revelar -ahora sí- que tenía pruebas de que el 11 de abril de 2002 Falcón respaldó a Carmona Estanga. "Yo siempre he sabido que era un traidor. Como Cristo sabía quién era Judas", dijo el preclaro mandatario. Lo primero que llama la atención es que, sabiendo ese detalle, el presidente lo siguiera apoyando en 2004 y 2008 nuevamente. Pero si vamos más allá, habría que alarmarse ante el solo hecho de que somos gobernados por un (súper)hombre que se compara permanentemente con la figura de un mártir elegido y tocado por la divinidad, que hace milagros, aglutina masas, porta la verdad –la encarna- y se rodea de unos apóstoles de quienes no espera sino lealtad irrestricta.

La pregunta de fondo es: ¿cómo se construye socialismo con base en el personalismo siendo éstas dos concepciones antagónicas?, ¿cómo se construye un país bajo el abrigo de un dogma dentro del cual todo disentimiento frente a un líder reconocido como “único”, “indiscutible” e “irreemplazable”, es tratado como a Juana de Arco o Galileo Galilei y donde, como el propio presidente dice, “no hay lugar para medias tintas”? Sin diálogo, ni autocrítica es imposible dar solución a problemas plurales.
Erosionar la estructura polarizada y sectaria sobre la que se monta la mayor parte del aparato gubernamental y comunicacional del país es, además de una necesidad, la gran responsabilidad que tenemos: cuestionar por qué nos venden héroes y antihéroes como barajitas de álbum, por qué tenemos que hablar de traidores, desertores y volteados; preguntarnos, por ejemplo, quién puso la talanquera, de qué sirve y a quién divide. Dejar de señalar “volteados” y evitar la verbalización del estigma podría ser un buen inicio.

miércoles, 10 de marzo de 2010

De cartas, gorras y partidos


Hace un par de días, una amiga me imprimió un artículo que debía leer para ayudar a otro amigo nuestro, que trabaja en una institución pública, a decidir si se lo enviaba o no a su jefa: era “La carta extraviada de Henri Falcón”, publicado en Aporrea por el profesor Erik Del Bufalo, quien no es, por cierto, un lacayo del imperio.
No pocos venezolanos avizorábamos la probabilidad inminente de la renuncia de Falcón al Psuv. Desde hace un buen tiempo, se ha distinguido del resto por unas cuantas sutilezas que pasan, desde luego, por el terreno de los símbolos y los detalles. Quizá por afinidades inevitables, siempre he mirado con atención las gorras de Cardenales que el ex alcalde de mi ciudad natal -y ahora gobernador de Lara- exhibe en donde debería haber, según la lógica totalitaria, una gorra alusiva al partido de gobierno, una boina, o nada. Siempre me ha causado curiosidad que el hombre no hable de “patria, socialismo o muerte”, sino, sospechosamente, de “revolución eficiente” e “inclusión sin exclusión”. Por eso, leer eso de “socialismo ético y productivo”, en su carta abierta al presidente, no me impresiona del todo. Falcón ha combinado su habilidad política con una honestidad dosificada que, a mi parecer, dará buenos resultados. Tal vez podamos comprender ahora cómo es que, siendo despedido del Psuv, aceptó ser reenganchado un poco antes de las elecciones regionales. Si para entonces estaba prohibido correr riesgos, hoy el escenario es distinto: el líder regional más importante del país ha decidido renunciar al partido predilecto de Chávez y militar en Patria Para Todos, una jugada muy inteligente, por tratarse de otra tolda vinculada al llamado “proceso revolucionario”.

Con mucha agudeza, el texto de Del Bufalo trae a colación la maravillosa reacción de Cilia Flores (“¿Es que acaso Henri cree que brilla con luz propia?”), una verdadera “filípica de la mediocridad”, a decir del profesor. De eso se trata; aquí hay sólo una estrella, y cualquier amago de resplandor –es decir, sensatez o eficiencia- equivale a traición. A este propósito, cita los valores fundamentales que Mario Silva intenta sembrar en un revolucionario (“fidelidad”, “lealtad”, “que no muerda la mano que le da de comer”), “atributos que lo mismo pueden atribuirse al hombre nuevo que al perro faldero”.
Si de un lado, quienes no lo comparan con Arias Cárdenas, ven el nacimiento del nuevo líder de Un Nuevo Tiempo, del otro lado no han ahorrado energías para señalar la determinación de Falcón como una “traición anunciada”. ¿No podría ser, por ejemplo, la decisión sensata de un hombre de izquierda que no comulga con el “clientelismo” y el “grupalismo” del partido de gobierno? ¿No podría tratarse, simplemente, de un cuestionamiento sincero que hace un gobernador sobre la manera en que se tejen las relaciones entre el Ejecutivo nacional y el regional, limitadas a “la emisión de instrucciones” sin oportunidad de diálogo?
¿Que la carta de Falcón es parte de una estrategia? Seguramente. Pero también es expresión de un estado de cosas. Entretanto, el gobernador ya es directivo del PPT (un partido que es rojo pero azul), y seguirá luciendo sobre su cabeza, ahora más que nunca, alguna flamante gorra del Cardenales de Lara. Lo que no atino a predecir todavía es la reacción de la jefa de mi amigo si le hace llegar el artículo.