jueves, 1 de octubre de 2009

El juego de las palabras


El humor es una actitud ante la vida –si tomamos por actitud a la actitud y por vida a la vida- y el humorismo es el ejercicio más o menos sistemático de esa actitud vital particular, una forma de pensar al mundo y de estimular el pensamiento del otro mediante la diversión.
En ese mismo sentido (el del humor, claro está, en la acera opuesta a la del sentido común), Aquiles Nazoa, poeta costumbrista y humorista, nos dice que “la actitud humorística es siempre una actitud de análisis… El humor lo que hace es provocar el pensamiento analítico… el humor hace pensar y permanece en el tiempo y continúa su efecto. El humor es una manera de hacer pensar sin que el que piensa se dé cuenta de que está pensando”.
Para José Ignacio Cabrujas, irónico y mordaz intelectual venezolano, “el humor es inevitablemente otra manera de amar, de pedir calma, de evadir el grito, el insulto, de soslayar la furia estúpida y ciega. Y mira, quizás sea ésa la definición más acertada que se le puede conceder al humorismo: la de un raro, aunque extraordinario, acto de amor”.
De modo que el humor es expresión reflexiva de la inteligencia, pero también es expresión emotiva de una sensibilidad. Humor es crítica y es amor, veneno y caricia de una pluma empecinada en (re)mover una fibra en el lector, como esa cosquilla que no es necesariamente agradable pero que nos lleva a la risa. Claro que el humor es siempre –o casi siempre- agradable, toda vez que supone formas diversas del chiste, cuyo fin último es el de agradar, hacer reír y sonreír mediante la explosión sorpresiva de un argumento. Hay distinciones sutiles entre humorismo y comicidad, pero es innegable la estrecha relación que pervive entre una cosa y la otra. El caricaturista Pedro León Zapata define al humorista como “un cómico frustrado”, en el sentido de que no tiene como compensación la risa hilarante que espera. Pudiera pensarse, así, que el humor es algo más fino y velado que lo cómico, siendo esto último más bien vulgar y directo; pero no creo conveniente trazar una separación tan marcada entre una cosa y la otra, porque el humorista también busca ser cómico para proporcionar a su espectador o lector alguna razón para (son)reír, sea mediante la burla de otro o de sí mismo, o mediante el placer auténtico que genera el comedido empleo de la ironía, por ejemplo.
El crítico italiano Luigi Pirandello prefiere ser más cuidadoso en la construcción de un concepto de humorismo, preferencia legítima y necesaria. Separa al humorismo –y al humorista- de la risa. Y ciertamente el “cómico frustrado” puede no dar risa, pero cumple su rol de humorista cuando entabla una complicidad con el lector, cuando sugiere un guiño, una picardía, una proposición que supone cierta diversión.
Y es el pícaro, precisamente, una de las figuras más relevantes del humorismo literario, o si no, al menos de las más relevantes muestras humorísticas dentro de mi lectura personal. Por eso el siglo de oro español es rico en obras humorísticas, dado que sus autores expresan en sus obras una manera divertida de reproducir su propia decadencia, su propia inmoralidad, de hacer una afrenta al poder. Así, el Lazarillo de Tormes, novela picaresca por excelencia, puede ser hilarante y siempre es divertida. Quién no siente esa complicidad ante Rinconete y Cortadillo o ante el mismo Don Juan de Tirso de Molina, acaso una modalidad más refinada del pícaro.
Así, en ese mismo contexto de decadencia social, política, económica y moral de un imperio venido a menos lleno de hidalgos venidos a menos, nace el Quijote de Cervantes, novela humorística por donde se mire. La inadecuación de don Quijote y de sus sin pares aventuras (o la ilusión cómica), sus hazañas y miserias, las ocurrencias de Sancho, los juegos de palabras, las reacciones iracundas de la gente, sus burlas, el cinismo de los duques, la vulgaridad de los criados y porquerizos, así como una gran cantidad de episodios son, regularmente, humorísticos. “Nos hace reír Sancho Panza manteado como una pelota”, dice Bergson en su célebre ensayo sobre la risa. Ante esto el lector no puede sino ser cómplice del narrador y experimentar esa rara sensación de agrado.




El humor es juego, y en la literatura es el juego de las letras, de las palabras. Shakespeare es experto en este arte de jugar con los sonidos y sentidos de las construcciones verbales, incluso en sus más oscuras y sangrientas tragedias como Hamlet, Macbeth, ni qué decir de sus comedias, en las que el bufón siempre está, botella en mano, subvirtiendo el orden de las cosas –como buen humorista o partícipe del carnaval bajtiniano- jugando con los dobles y triples sentidos, como el ebrio de Trínculo en La Tempestad.
Quizá Cervantes y Shakespeare, estos autores menores, no sean suficientes pruebas de que el humor es el germen de la buena literatura, pero es así y ha sido así desde tiempos de Aristófanes en que los griegos asistían a la comedia no para expiar su culpa frente al dolor de los nobles, sino para verse a sí mismos, vulgares y divertidos, representados en escena, materializando, claro está, otro tipo de catarsis: eso que Girard llama misteriosamente catarsis cómica.
Si la lágrima es la expulsión orgánica de una emoción, la risa también lo es. René Girard, en un ensayo titulado “Equilibrio peligroso. Una hipótesis sobre lo cómico” concibe a la risa como una forma de catarsis y, además que la única forma socialmente aceptable. “La risa en sus formas menos culturales parece afirmar exactamente, como las lágrimas, que hay que desembarazarse de algo (132). De acuerdo con Girard, uno se ríe cuando se siente amenazado por la posibilidad de estar en el lugar del que es objeto de risa, lo cual explica claramente nuestra actitud ante el sujeto que se cae ante nuestras narices, o cuando vemos tropezarse a Charlot o al Chapulín Colorado, no sus grandes catástrofes sino sus equivocaciones y pequeñísimos tormentos –como el mismo manteo de Sancho-. En el fondo nos aterra estar en su posición pero nos alegra que no lo estemos. Nos reímos ante “el espectáculo de la debilidad humana”.
Sobre la literatura, Girard nos dice que: “Grandes autores, sobre todo grandes novelistas, a menudo llegan a ser sus propios parodistas en sus obras posteriores y desarrollan una vena cómica porque son los mejores críticos de sí mismos” (133). Parodiarse a sí mismo es síntoma de inteligencia, humildad y, desde luego, alto sentido del humor. Hacer humor es reírse de uno mismo, del lector y del otro que está siempre incluido en la primera o en la segunda persona.
Humor hace Teresa de la Parra cuando encarna a una caraqueña sifrinita de los años veinte, escribiendo su vida, su casa, su familia con singular estilo, dibujando y parodiando a su sociedad con mortífera ironía. Humor hace Bryce Echenique con su habilidad para divertirnos con sus relatos, mediante un estilo sabroso y una retórica exagerada en que nos reflejamos como beneficiarios de una misma lengua. Humor hace Vargas Llosa cuando pone en la pluma del capitán Pantoja una serie de tecnicismos militares que plagan de eufemismos la jerga prostibularia, similar a lo que hace el poeta Salvador Novo con sus fascinantes memorias.
En ese sentido -el mismo de más arriba- el humor en la literatura es, sobre todo, un tratamiento particular de la lengua. Es decir, expresión indiscutible de la inteligencia de un hombre cuya lengua lo pone en apuros constantemente. Hacer humor en la escritura es también un mecanismo de defensa. Es, en suma, destilar veneno con un toque de miel y viceversa, o todo lo contrario para ser más exactos. Y no digo más no porque no tenga más que decir. No. Porque si por mí fuera me quedo en la computadora expresando tanta erudición. Sino porque el espacio se me acaba. Se acaba y se acabó.