jueves, 23 de septiembre de 2010

Reportear para el placer

Una tímida aproximación al "periodismo literario", "la literatura periodística", viceversa y todas las anteriores

Lo literario es una categoría a la que se accede..
Esto indica que se "sube" hasta ella, y yo quiero,
al escribir, quedarme donde estoy, no "levantarme".
Por eso me irrita "hacer literatura".
¿El asunto no es más bien "bajar"?
Rafael Cadenas, Anotaciones, 1983.






A veces definir no sirve para nada: no hace falta saber qué significa el amor cuando basta con sentirlo; tampoco es necesario conocer el concepto de guerra cuando basta y sobra con vivirla segundos apenas, tampoco el de pobreza o el de despecho. Sin embargo, otras veces urgen las definiciones. Tal vez sea necesario, por ejemplo, un tímido intento que nos lleve a tener una idea, aunque sea vaga, acerca de aquello que se ha convenido en llamar –quién sabe si con acierto- periodismo literario.

No es poco lo que se ha dicho sobre las afinidades y divergencias entre el periodismo y la literatura. Se sabe del rol que, desde la Ilustración, ha jugado la prensa escrita -y el periódico- como vehículo de ideología y expresividad. Se conoce el aporte de aquellas crónicas de Darío, Martí, y Gutiérrez Nájera –aquella “literatura bajo presión”- que dieron forma al modernismo como movimiento literario. También es consabida la polémica que, por los años sesenta del siglo pasado, levantaron los periodistas –Tom Wolfe y compañía- que acuñaron la nomenclatura del “Nuevo periodismo”, en medio del prurito de los cultores de la doctrina de la objetividad, por un lado, y del descontento de los escritores reacios a aceptar “intrusos” en el Olimpo literario, por otro.

Para desarrollar esta tímida aproximación habría que empezar por un sutil cuestionamiento del concepto y una breve revisión del asunto de fondo. Advierte María Fernanda Palacios que “una preocupación excesiva por la ‘comunicación’ y la ‘información’ ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua y –agrega- un habla estereotipada es hoy patrimonio de los tecnólogos, los periodistas y los intelectuales” (Sabor y saber de la lengua). En la misma dirección apunta Carlos Monsivaís cuando acusa que la tecnificación del periodismo comienza en nuestras aulas: “En la enseñanza de la comunicación pasan a tercer término, si les va bien, la información literaria y el deseo de escribir bien. Informar ahora es usar a fondo la tecnología, no el idioma, y las ventajas de la inmediatez extrema ocupan todo el espacio. Se pierde, si lo hubo, el interés específico por la escritura. Se debilita la ambición de poseer un lenguaje variado y con matices” (“¿Qué es escribir bien?”).

Empezaríamos diciendo, entonces, que lo que más debe importarnos al momento de definir el “periodismo literario” que hoy nos toca ejercer no es otra cosa que el trabajo a fondo con el idioma. Contribuir con la “quiebra de la lengua” es –que no nos quepa la menor duda- la negación del oficio periodístico. El trabajo con el idioma es ese que, según Martí, debe ser “matemático, geométrico, escultórico”. Todo periodismo –más aún el que tenga complejo de literatura- está obligado a trascender ese “habla estereotipada” y reivindicar esos “matices” extraviados.
“En las palabras –nos dice Martí-, hay una capa que las envuelve, que es el uso: es necesario ir hasta el cuerpo de ellas. Se siente en este examen que algo se quiebra, y se ve lo hondo. Han de usarse las palabras como se ven en lo hondo, en su significación real, etimológica y primitiva, que es la única robusta, que asegura duración a la idea expresada en ella” (Crónicas). Quitar la capa y llegar a ese cuerpo, usar las palabras como se ven en lo hondo, es lo único que garantiza esa otra vigencia que no es la de los hechos. ¿Por qué se sigue leyendo “El puente de Brooklyn” si no es por la calidad de esas palabras y de esas imágenes? Un periodismo concebido para ser leído –que no para ser engullido- debe procurar el cuidado artesanal de la palabra y, más aún, debe estar esmerado en devolverle al idioma el color y el sabor que la cultura de masas se empeña en opacar.

De ahí que un periodismo que se precie de “literario” debe transpirar un estilo. “En cada artículo debe verse la mano enguantada que lo escribe, y los labios sin mancha que lo dictan”, sugiere Martí. Esto es, un periodismo con voz, con tono propio. Nada de esto puede confundirse con el embellecimiento de la palabra, la afectación o el divismo de un yo megalómano, pues nada más ajeno al periodismo literario, cuyo punto de partida lo constituyen el respeto por el idioma y el compromiso con la realidad.

De forma recíproca, el uso respetuoso del idioma tiene como correlato la gratitud y la gratificación del lector. Aun cuando muestre una cara horrenda de la humanidad, el buen periodismo literario siempre genera placer en ese lector que agradece ser agradado. Pues, así como es improbable una literatura sin juego ni goce, del mismo modo es inviable un periodismo exento de esa fuerza que tiene lo lúdico.

Ahora bien, el placer es sólo una parte –constitutiva, eso sí- de su esencia. Lo demás viene dado por la capacidad de contar historias con sensibilidad e inteligencia: de profundizar en la psique del hombre y de ir al fondo de las situaciones.
Todo esto pasa por ampliar el sentido convencional de la realidad. La realidad es mucho más amplia y compleja que un montón de cifras, está más cerca de nosotros que lo espectacular y abarca la imaginación. Este tipo de periodismo trasciende el dato para internarse en lo humano, y asirse del filón extraordinario de lo aparentemente ordinario. El buen periodista, como el buen poeta, sabe poner su ojo en lo aparentemente intrascendente, lo que está en los trastos, en los escombros, detrás de la noticia. Esto lo dice mejor Alberto Salcedo Ramos, periodista colombiano, con una imagen elocuente: “Muchos reporteros siguen pensando que el número de muertos es lo único cierto y relevante de un accidente aéreo. ¿Y qué hacemos, por Dios, con ese libro contrahecho que apareció entre los escombros del desastre, y cuyo título inquietante era El último vuelo?” (“Las dos habitaciones de la casa”). Ante eso, un periodista no pueda voltear la mirada. Sencillamente no puede evadir la responsabilidad de contar la historia a la que tiene acceso. Si lo hace bien o mal, si merece o no inscribir su nombre con letras doradas en el parnaso, será juicio de la comunidad de lectores.

¿Y qué, si no es buscar en los escombros, es lo que hace Truman Capote al fijar su mirada en una noticia de 2.000 caracteres sobre el asesinato de una familia habitante de un modesto pueblo del lejano estado de Kansas? El hecho es sólo un punto de partida. Gracias a una investigación exhaustiva, Capote reconstruye esa historia –y tantas otras que se derivan- para darle a sus lectores una “novela de no ficción” que habla de ese crimen y de todos los crímenes a la vez. Lo mismo hace García Márquez cuando traza una radiografía del conflicto social de una Colombia gobernada simultáneamente por el Estado, la guerrilla y el narcotráfico, o cuando nos cuenta la hazaña de un cineasta expatriado que, con otro nombre y otro rostro, se cuela en su Chile natal para filmar un documental en tiempos de Pinochet. ¿O qué hace Kapuscinski cuando se interna en la cotidianidad de los pueblos africanos si no es darle una dimensión más justa a sus procesos históricos a partir de las comunidades? Ellos van más allá de lo evidente. Indagan. Se llenan de barro, se sumergen y vuelven con los detalles.

Earle Herrera es enfático al señalar que en este tipo de periodismo “no se escribe ‘la muchacha gritó’ sino que el grito está en la escritura, estalla en la página” (“El reportaje, el ensayo”). Son los detalles de una historia particular los que pueden dar cuenta cabalmente de un asunto general. Tomás Eloy Martínez lo refería de modo muy claro: “Cuando leemos que hubo cien mil víctimas en un maremoto de Blangadesh el dato nos asombra, pero no nos conmueve. Si leyéramos, en cambio, la tragedia de una mujer que se ha quedado sola en el mundo después del maremoto y siguiéramos paso a paso la historia de sus pérdidas, sabríamos todo lo que hay que saber sobre ese maremoto y todo lo que hay que saber sobre el azar y sobre las desgracias repentinas”(“Periodismo y narración”) . ¿Cuántas historias no dejó el deslave de Vargas? El periodismo literario puede partir del asombro, pero no se conforma con asombrar; su esencia expresiva persigue conectarse con el alma del otro. Es importante informar y comunicar, sí, pero si no se roza el misterio, si no se mueve en el lector otras fibras menos cognitivas e intelectuales, entonces no se ha logrado nada.

Más allá del talento y la disciplina que exige, el periodismo literario es emoción. Cómo contar, si no es desde la emoción y con emoción, la historia de unos mineros sepultados 700 metros bajo tierra que, tras dieciocho días de silencio, logran decirle al mundo que están vivos con un mensaje escrito con tinta roja y pulso vivo: “Estamos bien en el refugio, los 33”. Intentemos prever ahora el testimonio que llevarán esos mineros chilenos cuando salgan a la superficie luego de haber vivido cuatro meses en el inframundo, como sometidos a un experimento de los dioses. ¿Cómo serán esas emociones?, ¿cómo serán esas imágenes?

A propósito de las imágenes, Salcedo Ramos lanza esta denuncia dirigida a los escritores: “deben dejar de comportarse como si fueran los únicos dueños de la posibilidad de construir imágenes, crear atmósferas, utilizar escenas, manejar el punto de vista y hacer sentir su voz personal en el relato”. Los periodistas no sólo somos capaces de construir imágenes y todo lo demás, sino que somos corresponsables directos en la arquitectura del imaginario colectivo, y eso es una oportunidad que hay que saber aprovechar. El periodista tiene que usar la imaginación en tiempos en que ésta ha quedado, al decir de María Fernanda Palacios, “relegada al jardín de infancia, a las clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía”. No se trata de inventar nada –no puede haber voluntad ficcional-, sino de recuperar el valor metafórico de la realidad. ¿Cómo? A través de la lengua, que es la única materia con que trabaja el periodista.

De ese modo, recobrando las imágenes de la realidad y del idioma, el periodismo literario subvierte el status quo con creatividad; se rebela frente al largo tiraje de una prensa que, con sus cápsulas informativas, suele caer en el vicio de dirigirse exactamente a quien no lee. Gracias al poder liberador de la lengua, las voces que resuenan en el periodismo literario son, justamente, las que se rebelan ante el poder político, económico y mediático, para hablarle al mundo acerca de lo real, eso que está debajo del artificio y que a veces se empeña en ignorar.

El periodista nunca cierra la ventana que da al patio de lo real. Su trabajo está signado por la referencialidad y temporalidad. Es decir, se refiere a algo concreto en el ámbito real que, a su vez, pertenece al presente, a lo actual. Pero a veces ocurre que, como sugiere Susana Rotker, cuando con el paso del tiempo se pierde la significación inmediata de la obra, se revela el valor propiamente literario del texto. De este modo, reflexiona Rotker, “aceptar una literatura que incorpore no sólo la referencialidad, sino también la temporalidad, en términos de la actualidad de lo narrado, implicaría considerar la formación de una literatura que es también la historia que se está haciendo” (“La creación de otro espacio de escritura”). El periodismo literario es, ciertamente, la historia en movimiento: la huella progresiva del tiempo que transcurre, dibujada con trazo firme.

Así, este periodismo está regido por el equilibrio entre la veracidad ética y la conciencia de escritura o, mejor, por la resolución de esa tensión. “Las historias que cuenta un buen cronista quizá parezcan cuentos –señala Salcedo Ramos-, pero deben ser reales. Han de tener la verosimilitud estética de la literatura y la veracidad ética del periodismo. Siempre y cuando ese imperativo quede claro, los dos oficios pueden convivir sin caer en el incesto”. En resumidas cuentas, las historias de los periodistas literarios tienen que ser verdaderas; no hay alternativa.

Por otra parte, pese al recelo que algunos escritores tienen con respecto al humor, tengo la impresión de que el periodismo que apela a este recurso corre el “riesgo” de convertirse en literario. Basta releer al Martí que, en su crónica sobre “Coney Island”, advierte no sin un dejo satírico que “para el norteamericano es materia de gozo positivo, o de dolor real, pesar libra más o libra menos” (Crónicas), o al Cabrujas que en una modesta crónica sobre la ineficiencia del servicio eléctrico en Caracas, asegura que su electricista es “un hombre acostumbrado a vivir en la posguerra, porque aquí, después de la Batalla de Carabobo, todo ha sido, en realidad, posguerra” (“El poste” en El mundo según Cabrujas). Basta leer eso para constatar que a través del humor, el periodismo trasciende su función informativa al escrutar la realidad, al interpretarla y al proveerle placer –por más amargo que sea- al lector. Pues, si bien el humor implica un acto de crítica y reflexión, su faceta original tiene que ver más con lo orgánico, con la sensibilidad.

Cabrujas nos regala una definición más exacta del humor: “es inevitablemente otra manera de amar, de pedir calma, de evadir el grito, el insulto, de soslayar la furia estúpida y ciega. Y mira, quizás sea ésa la definición más acertada que se le puede conceder al humorismo: la de un raro, aunque extraordinario, acto de amor”. Un periodismo conectado con el alma es, también, un oficio apasionado por la condición humana, por terrible que a veces sea. Frente al insulto y la furia, un periodismo esmerado en el lenguaje se inclina por el humor, por la ironía, pues ésta es tal vez la máxima expresión posible de la conciencia del lenguaje.

No quisiera culminar sin antes mencionar un par de cuestiones prácticas. El campo del periodismo literario no es demasiado amplio en los medios de difusión tradicionales, y publicar un libro es menos fácil de lo que parece. Por otra parte, al contrario de lo que muchos periodistas opinan, considero que los medios electrónicos –y la web 2.0- ofrecen valiosas posibilidades para el ejercicio del periodismo literario, sobre todo para nosotros, los inéditos e inexpertos, quienes podemos verter sobre nuestros blogs –medios de los cuales somos nuestros propios jefes- esas mirada paralela que, quizás, no podemos exponer en los medios de comunicación en los que trabajamos. Hay que seguir el consejo del maestro Kapuscinski, y mantener ese “doble taller”: hacer lo que nos mandan y satisfacer las propias pulsiones. Cuesta trabajo, afortunadamente.
Los temas y, sobre todo, los enfoques son infinitos. Más aún en una ciudad como Caracas, en la que cada esquina guarda historias secretas. Sólo hace falta tener los sentidos dispuestos, investigar, acaso centrar la mirada en aquello que es ignorado, invisibilizado o simplemente desestimado. Como advierte Martí, convencido de que no hay hechos menores: “en la fábrica universal no hay cosa pequeña que no tenga en sí todos los gérmenes de las cosas grandes”. En lo aparentemente intrascendente están muchas de las respuestas que buscamos.

Pongo por caso el tópico de la burocracia estatal. Siendo un problema de consecuencias inconmensurables en Venezuela, tiene también un costado humorístico y, por tanto, nos ofrece –nos pone en bandeja de plata- la posibilidad de reír de ella, que no es sino reírnos de nosotros mismos, al menos parcialmente. Los periodistas podemos ver al monstruo desde otro punto de vista, no para ridiculizarlo, sino para sacudirnos y rebelarnos contra su fortaleza. El costado humorístico de la burocracia estriba, probablemente, en el absurdo, el sinsentido expresado en esa larga lista de colas inexplicables, planillas estrambóticas, carpetas ilógicas y requisitos insólitos. En este punto, el periodismo puede tener un efecto catártico en la medida en que el periodista drena sus pequeñas desgracias en clave de humor, mientras el lector se divierte con la desgracia ajena que es, también, un poco la propia.

“Lo literario es una categoría a la que se accede –nos dice Cadenas-. Esto indica que se “sube” hasta ella, y yo quiero, al escribir, quedarme donde estoy, no “levantarme”. Por eso me irrita “hacer literatura”. ¿El asunto no es más bien “bajar”?” Sí, el asunto es más bien bajar. No podemos escribir pensando en “hacer literatura” porque ese no es nuestro compromiso; eso llega por añadidura, si es que llega. Cuando se acomete un trabajo periodístico el compromiso no es alcanzar estatus de literaturiedad, ni hacer obras de arte. Se trata de narrar historias de interés humano y social, dar voz a los que no la tienen usualmente, dar detalles de lo común.
Intentar hacer periodismo llamado literario, en fin, no es otra cosa que intentar hacer un periodismo sin apellidos ni pretensiones: honesto, humilde y sensible, comprometido con la realidad y con el idioma. Un oficio sin artificios, ni brillos innecesarios, con respeto profundo por la fuente y por la lengua. Claro que el asunto es “bajar”: no se trata de un periodismo de altura, sino de un periodismo a ras de tierra. No es un periodismo dominado por las emociones, pero sí edificado sobre ellas. Es un periodismo que termina en el placer del lector, en el gesto cómplice que delata el gusto con que recibe las letras que tiene ante sus ojos, incluso cuando ellas lleven temblorosamente “exactitudes aterradoras”.

Culmino, entonces, con un poema del propio Rafael Cadenas que, como sugiere Moraima Guanipa, debería estar en las puertas de todas las escuelas de periodismo: Ars poética.

Ars Poética
Rafael Cadenas

Que cada palabra lleve lo que dice.
Que sea como el temblor que la sostiene.
Que se mantenga como un latido.
No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es.
Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir
verdad.
Seamos reales.
Quiero exactitudes aterradoras.
Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis
palabras. Me poseen tanto como yo a ellas.
Si no veo bien, dime tú, tú que me conoces, mi mentira, señálame
la impostura, restriégame la estafa.
Te lo agradeceré, en serio. Enloquezco por corresponderme.
Sé mi ojo, espérame en la noche y divísame, escrútame, sacúdeme.