miércoles, 16 de julio de 2008

Indis-criminal

Hace poco más de 24 horas destruyeron la armonía y la felicidad de una familia querida en el sitio de mi infancia, en la urbanización Chucho Briceño de Cabudare, estado Lara. Le quitaron la vida a René Bracho, un ciudadano que cumplía con el prototipo exacto de “buen hombre”, un ciudadano ejemplar, buen padre, buen esposo, un gran vecino. Era bioanalista y profesor en el Decanato de Medicina de la UCLA. Además era bombero aeronáutico, voluntario por más de 20 años. Un hombre que entregó su vida a sembrar ciencia y valores en las generaciones, a servir desinteresadamente a la comunidad.
No puedo escribir sino con dolor por la cercanía de René a mi familia, a mis padres y en especial a mi hermano Luis Miguel. Duele la injusticia, la desgracia, la impotencia. ¿Cómo es que existe gente sin sensibilidad de ningún tipo que es capaz de robarle la vida a otro, sin importarle nada, sin tomar en cuenta el desastre y el dolor que causan? ¿Cómo puede haber gente que actué tan impíamente como si se tratara de una cosa intrascendente? ¿No se dan cuenta del daño que hacen? ¿o simplemente no les importa? Duele que hayan menospreciado la vida de un hombre que se dedicó a la bonhomía. Y con esto no digo que valgan menos las muertes de ciudadanos menos productivos o menos altruistas, pero es que este caso me sacude personalmente no sólo por su cercanía sino por su timbre implacable y repulsivo. Este era un ciudadano que, como todos, no merece morir por causa del hampa, pero me desgarra el hecho de saber que los ciudadanos que además son buenos y sensatos están a merced de la muerte imprevista.
Mi filosofía frente al tema de la inseguridad era, primero de una resignación rabiosa, luego de un individualismo demoledor: no exponerse. Pero ahora me pregunto ¿qué (carajo) es “exponerse”? ¿vivir es exponerse? ¿ser es exponerse? René llegaba a su casa –a pocos metros de mi casa natal- a las 7:00 pm, venía del trabajo, con su esposa Adriana, seguramente con ganas de echarse un baño y acostarse a ver el Juego de las Estrellas hasta quedarse dormido. ¿Por qué entonces tenía que llegar un grupo de desalmados a cambiar el orden de las cosas, a trocar caprichosamente la vida por la muerte? Los Bracho no se expusieron y sin embargo fueron abatidos por la anomia, por la injusticia. Los estaban esperando entre los árboles de ese espacio donde antes se jugaba pelota y cuyos linderos terminan en una quebrada que, si bien siempre fue un sinónimo de peligro y de aventura, hoy cobra el significado más atroz de la palabra “peligro”. Por allá, atravesando las cercas inexistentes (y prometidas), se fueron huyendo los cobardes y vomitivos responsables de un crimen que no puede quedar impune. Pero justamente es el miedo a la impunidad otro agravante del dolor. Ojalá las autoridades del estado Lara se aboquen a la captura de los culpables de que hoy ni los Bracho (su esposa y sus tres hijos), ni sus alumnos, ni los pacientes, ni los vecinos cuenten con ese padre ejemplar.
Además del dolor, esto está escrito con odio visceral y por eso pido disculpas. Está escrito con horror y lástima por la sociedad en que se ha convertido la nuestra. Está escrito con asco y con vergüenza y por eso pido disculpas, pero es lo único que podía hacer. Decido publicarlo porque nunca son suficientes estas noticias, y porque no podemos acostumbrarnos a vivir así. ¿Cuánto tiempo más podremos vivir en una sociedad que es capaz de producir a estos seres inhumanos que desprecian y desestiman las vidas del otro? La violencia forma parte de la condición humana, pero ¿qué códigos de violencia estamos dispuestos a aceptar?, ¿hasta qué punto podemos, como sociedad civil y como Estado, permitir que nos destruyan hogares diariamente?
Ojalá mi siempre admirado amigo René Bracho pueda descansar en paz, pero ojalá los que nos quedamos aquí –quién sabe por cuánto tiempo más- no descansemos tanto y luchemos, escribamos, hagamos propuestas y nos manifestemos. Yo estoy consciente de que al gobierno actual poco o nada le interesa nuestra seguridad ciudadana, pero tiene que cumplir obligatoriamente con su deber. Garantizarnos seguridad no es una política pública: es un deber de Estado.
¡Mis más hondas condolencias para Adriana, René Gerardo, Manuel y Carla! Para ellos no hay palabras.

martes, 15 de julio de 2008

Ir a la biblioteca un domingo

Justo cuando podemos quedarnos en la cama, a veces preferimos pegar un salto y salir a charlar con los autores en un espacio adecuado. La calle solitaria y el inusual silencio comienzan a dar aliento y facilitar la llegada. En la entrada nos despojamos de los bolsos, nos descargamos, nos deslastramos del mundo pesado. Con la desnudez de un lápiz amarillo y una hoja blanca, somos más livianos para las exploraciones. Todos los tacones y suelas comienzan a tocar un ritmo contra el suelo brillante, como latidos que irrumpen en el silencio; es el eco de los pasos sobre el mármol brillante, como dentro de un palacio de madera; sístoles y diástoles que marcan el compás de los murmullos acaso inaudibles de la gente que empieza a aparecer.
Si bajamos las escaleras nos encontramos con alguien que sube abrazando unas fotocopias, luego una muchacha -deportivamente vestida- golpeando la baranda con su débil portaminas de plástico. Atravesamos el umbral de la sala con la impresión de ver las sillas y mesas atestadas, pero siempre habría un espacio. Buscamos las cotas en las computadoras del saloncito con puertas de vidrio, una cápsula seudomoderna donde tecleamos nombres y comillas para buscar una respuesta que nos satisfaga. Las teclas amarillentas son los aromáticos ficheros de los nuevos tiempos, donde igual han danzado todos los dedos del mundo. Si obtenemos una respuesta maquinal, anotamos el código, el número que le toca a cada libro presidiario, a los cuales los carceleros anuncian sus visitas. Llenar la planilla es una isla dentro del placer. Es aburrido malgastar grafito en los datos intrascendentes que reclaman esos grises formatos, viejos, casi burocráticos. Pero son un requisito, no hay más remedio. El buen carcelero la recibe, y al cabo de unos minutos, vuelve con el preso, arrebata el carné, da una ficha, quita otra. El buen carcelero juega con las fichas verdes, rosadas y azules.
- Toma. Este libro circula.
¿Para qué va a circular? ¿Por dónde? ¿Para ser leído oblicuamente en una cama, escuchando platos, tenedores y las estupideces de los tres televisores de la casa?
- ¡Ah! Gracias.
Lo mejor es dar la vuelta, regresarse por el mismo camino y subir hasta el final, a la sala más alta, adonde esté el balcón más olímpico para invocar a los autores desde ahí, más cerca, desde la cima del templo. Las sillas son de oficina pública, otras son de mimbre simplón, pero parecen tronos frente a la montaña, frente al frescor de los árboles y, allá abajo, el tapiz verde saluda con vértigo. El deleite está en elegir un trono, estirar las piernas y montar los pies en el muro, sentir la brisa matinal, abrir el libro con su antiguo perfume de cautivo y meterse de cabeza en él, rodeado de quietud. Pero también está en el momento en que interrumpimos la lectura para concentrarnos en los tímidos llantos de ensayo de los violines que se preparan para el concierto dominical del auditorio contiguo a la biblioteca. También está el deleite en ver, desde arriba, a un padre con sus dos hijos pequeños, todos enguantados en medio del desierto, y en escuchar el delicioso quejido de la pelota entrando secamente en el guante. Quién sabe cuánto tiempo ha pasado ya con el índice derecho atrapado entre las páginas del libro, pero qué importa. De pronto estalla un grito amargo, como de entrenador:
- Señores, en cinco minutos cerramos el servicio.
A esas alturas, hasta las más cretinas impertinencias pueden no sonar tan mal. El momento está llegando a su final. Resignadamente, el momento ha finalizado y pronto volverá el ruido represor. Templo, palacio o cárcel, ir a la biblioteca los domingos es un encuentro monumental con las máximas virtudes de la especie

miércoles, 11 de junio de 2008

Del tiempo: o de su libertad y esclavitud







A menudo se oyen por la calle impresiones sobre la longitud y extensión de la vida. Se dice que es muy larga o que es muy corta, según la conveniencia del caso. Yo diría, con la humildad con que es menester abordar los temas que el destino ofrece, que todo radica en el ritmo con que la propia vida se teja. En todo caso, no creo que sea tan larga como para hacer todo lo que uno se propone, por lo que el espíritu queda obligado a seleccionar o, economizando esfuerzos, a depender de los azares.
El tiempo –una abstracción humana- es, las más de las veces, un motivo de preocupación. No es fortuito que, al abandonar las sábanas, haya quien tenga como primer pensamiento del día algo relacionado con la administración de sus actividades en función del tiempo y sus limitaciones. El tiempo tiene una doble dimensión: unas veces es camisa de fuerza para la cordura, y otras una holgada guardacamisa dispuesta ser rellenada de gordura. Pero por lo general, en las urbes, en lugar de ser una anchísima sabana, el tiempo es un canal congestionado. No tanto un pesado libro de historia, sino un segundero ruidoso que aturde hasta a las más nobles intenciones, una pauta restrictiva, apremiante y cruel.
De la misma forma en que el mundo jurídico se debate entre deberes y derechos, el tiempo vital transcurre entre compromisos y ociosidades, esclavitudes y libertades. El tiempo del hombre moderno está concebido, fundamentalmente, para cumplir obligaciones, y sólo si queda algún ápice de libertad, éste puede ser aprovechado, lo cual va desde leer un libro “por gusto”, ir al cine, oír una pieza musical o comer helado hasta bajar el nivel de pensamiento para conectarse a los medios de comunicación o suspenderse, cobijado, en un colchón, para dedicarse al suave ejercicio de soñar.
Claro que hay etapas en la carrera contra Chronos. De ahí que los jóvenes añoren la niñez, los adultos la juventud y los viejos la adultez, como si la vida fuera apretando tuercas, y luego, una vez perdidas la soltura y agilidad del cuerpo y de la mente, es cuando se aflojaran; tal como un atleta que sale ágil y fuerte con la mirada en la meta y termina sediento y débil, con la cabeza hacia el hombre que ha disparado al cielo. La línea del tiempo es, según parece, más estrecha en la juventud y la adultez, siendo éstos los dos estadios intermedios de la vida, acaso el nudo de la trama.
El tiempo es el metraje de una película que antecede a la muerte y, por lo tanto, un recurso finito que hay que administrar y una gama de posibilidades susceptibles de priorización, selección y emprendimiento. Cosa distinta sería si el tiempo no fuera agotable, pues no habría preocupación, ni emoción. Al margen de los procedimientos metodológicos, para administrarlo bien se necesitan virtudes elevadas, sabiduría, prudencia, ética, templanza. Priorizar es una forma genérica de preseleccionar, un tanteo exploratorio. La selección implica la toma concreta de decisiones. El emprendimiento, por otra parte, ha de ser el resultado voluntario de las anteriores, la aplicación direccional de la energía en el espacio y en el propio tiempo, con el objeto de realizar alguna tarea o actividad.
La vida adulta es, por lo general, una red de cosas que giran en torno a los compromisos, especialmente en los empleados y estudiantes –lo cual es un periodo de formación y a la vez una suerte de calistenia o preparación para el empleo-. Todo implica llegar puntual a clases o al trabajo; ocupar un salón o una oficina en un tiempo preestablecido, diariamente, semanalmente, mensualmente, anualmente; cumplir asignaciones y, todavía, estar disponible para eventualidades, reuniones o emergencias. La vocación y la mística son grandes y útiles valores humanos pero, más allá, son los edulcorantes de un ritmo subyugado y vertical.
Después de la revolución industrial, con el advenimiento de la modernidad, buena parte de la vida pasó a fundamentarse en una emergente cultura del trabajo. La industrialización de la mano de obra, el incremento de producción y la expansión de los mercados fueron fenómenos prácticamente simultáneos que dieron origen a una escalada difícil de contravenir. Se fijaron estándares, marcas, récords que ahora no pueden sino superarse. Evidentemente, los modos de producción y las brechas sociales que entonces se originaron se relacionan con la confección del sistema contrarreloj del que hoy participamos, pero en cuanto a eso prefiero mantenerme en las orillas pues procuro nadar en aguas más familiares. El hecho es que la vida moderna del hombre de ciudad está amenazada por las horas y sus horarios: una nueva esclavitud.
No acumulo suficientes conocimientos estadísticos, pero puedo intuir que, en promedio, la mayor parte de las actividades del citadino –excluidos niños y ancianos– son impuestas de forma exógena. No nacen de una voluntad propia, sino de una pauta externa, como respuesta a una exigencia foránea. Es decir, el hombre promedio invierte su tiempo más en el cumplimiento de obligaciones que en otra cosa. Está perdiendo tiempo de ocio, el tiempo que melancólicamente añora de su infancia y desesperadamente anhela de su vejez. La necesidad de dinero da pie a que el monetario sea un preciado valor, y siendo el trabajo el medio más ético de lograrlo, no hay más opción que cultivarlo sin cesar para garantizar ciertos privilegios materiales necesarios que preserven o mejoren el estilo de vida. Dadas las circunstancias, un individuo puede preferir invertir su tiempo en alguna cosa que se traduzca en bienes materiales en lugar de satisfacciones espirituales. En ese sentido, el hombre moderno pierde libertad.
La libertad reside en el ocio. Por eso es el “tiempo libre”, ámbito precioso de la creación, el receso y el divertimento. Es el descanso de las tareas, y un espacio temporal cada vez más oprimido por los valores y prácticas de la (pos)modernidad, cada vez más reducido y restringido por las obligaciones que ocupan vertebralmente la existencia. Es el tramo sereno de un río revuelto de compromisos, donde la gente puede bañarse con reconfortante calma mientras el agua corre lentamente a un costado. El ocio es donde el hombre alimenta su espíritu o, al menos, donde tiene la opción de hacerlo, puesto que es sabido que la administración del ocio sólo depende de la discrecionalidad del individuo, de su libre albedrío. El ocio es el estado temporal de libertad plena y, por lo mismo, una cuestión fundamental en la constitución de los pueblos: lo que la gente hace con su tiempo libre es, consecuentemente, un síntoma de la salud intelectual y espiritual de los pueblos.
Desde una perspectiva ética, la esencia de los peligros de la libertad radica en el obrar incorrecta o inapropiadamente. El tiempo, como todo recurso finito, es tan proclive al provecho como al despilfarro, especialmente el ocio que es sobre el cual el ser humano tiene control directo. No existe, desde luego, una noción fija de lo que puede considerarse aprovechamiento o lo contrario, pero sí podría decirse que el buen provecho del ocio debe estar dirigido al beneficio del alma y –por qué no- del intelecto. En todo caso, desaprovechar el tiempo libre es un crimen espiritual, cuya condena es difícil de pagar puesto que nunca hay vuelta atrás. El ocio es una oportunidad siempre única y esquiva.
Desaprovechar el ocio es invertirlo en una empresa estéril o, cuando menos, no saber sacar el mínimo beneficio de la esterilidad. Los medios de comunicación de masas suelen acaparar el ocio de buena parte de la población, y esa realidad hay que considerarla en su justa medida: por un lado, ver qué pasa con la recepción del arte moderno, y por el otro, más que los medios, saber qué mensajes son los que se masifican. Aprovechar el ocio, por su parte, equivale, muchas veces, a la risa o al deleite. Pero no se trata de suprimir toda voluntad y esfuerzo, sino de gozar rápidamente de las gratificaciones del esfuerzo. Aprovechar el ocio es invertir bien el tiempo: experimentar placer y agrado, mientras los compromisos vuelven a nuestro camino. Es, sin más, disfrutar con un esfuerzo invisible.

viernes, 4 de abril de 2008

Misión Viacrucis II: Y la aventura continuó

Aquella historia tiene una continuación. Al día siguiente de mi primera salida tuve una segunda, infructuosa pero menos lastimosa. Llegué a media mañana del miércoles 2 de abril al Centro Plaza, siguiendo no sin recelo la pauta de mi muy poco estimada Onidex (Torre D). Cuando llegué a la planta baja de la torre me topé con una multitud, una larga cola de hombres y mujeres dispuestos a cedularse. Lejos de preocuparme por la cantidad de personas que tendría por delante, sentí una emoción indescriptible entre pecho y espalda. No podía creer que coincidiera lo que decía en la página con la realidad concreta y palpable.
- Buenos días, señora… ¿cedulación? –le pregunté a la última de la cola, con la pícara sensación de quien pregunta algo que ya conoce y que le favorece…
- Sí mi amor –estaba todo comprobado, estaba en el sitio justo-, pero ya repartieron los números de hoy.
Ya ustedes sabrán cómo se desvanece un sueño, con cuánta velocidad y crueldad. Toda la evanescencia de un mínimo episodio de felicidad ciudadana en una frase ridícula:
- ¿En serio?
- Sí, pero mañana es otra vez aquí en el Centro Plaza…
Efectivamente, en la página web decía que miércoles y jueves habría módulos en dicho centro comercial ubicado, por cierto, en una de las zonas más amables y ficticias de la ciudad (una muestra nada representativa de la totalidad). Entonces, resignado y desconfiado, me dirigí a los porteros del edificio para reconfirmar la información. Luego de esa nueva frustración sentí el previo alivio de que si llegaba temprano el jueves sería un día mejor y con eso me consolé.
A las 6:00 am de ayer ya estaba alistándome para mi tercera salida, la definitiva. Llegué un poco después de las 7:00 a Los Palos Grandes. Aún sin desayunar, estaba de buen ánimo, el tránsito no estaba tan insoportable y el frescor matinal me daba mucho aliento. Llegué a la planta baja y no vi ninguna cola, lo cual me alegró primero y luego me despertó una pequeña, casi imperceptible, suspicacia. A lo sumo había unas diez personas disgregadas. Me dispuse a caminar hasta la puerta de la torre D y observé en la puerta un letrero parco y descarado, seguramente recién tipeado y pegado:

Suspendida cedulación

Yo no lo podía creer. Por qué el Estado habría de conspirar contra mí. El cartel no tenía explicaciones ni posdatas ni nada. Ni siquiera había un funcionario de la Onidex. No había caras para escupir…
- Eso no depende de nosotros –decían los porteros visiblemente preocupados por una situación de linchamiento al estilo Fuenteovejuna.
- Yo sé, yo sé –fue lo que pude contestar…
Lo única decencia que tuvieron los funcionarios fue la de dejar otro papelito pegado en la pared con los demás lugares de cedulación en la semana. Una muchacha con cara de indignación estaba buscando con el dedo alguna esperanza. Me le uní como por inercia. Lomas de Vista Hermosa, Coche, Avenida Urdaneta. Ajá, Aldea Bolivariana, El Valle, sector Longaray. Por ahí me ubico mejor, pensé, y así se lo recomendé a mi colega de infortunios institucionales. Y hacia allá me fui atravesando la ciudad otra vez.
Llegué preguntado por la “aldea bolivariana”. Me imaginaba un sector con verdes jardines y un pozo de agua suficiente para todos, al mejor estilo de los pitufos. Pero no. Es más bien una estructura endeble de dos plantas que tiene un vasto terreno que sirve de “estacionamiento no estructural” para vehículos livianos y pesados. El nombre que tiene discretamente escrito es el de “Aldea comunitaria” (no bolivariana) y tenía una hoja pegada en la fachada del pequeño edificio que decía a puño y letra: “cedulacción jueves 03/04”. No entendí el porqué de la doble ce, ni siquiera reparé mucho en ese detalle hasta que vi que otro cartel decía “cedulización”. Había un problema con el sustantivo, pero ese no era el más grave problema. Llegué a las 8:15 am. La cola era larga, y siempre más de lo que se podía ver, sin embargo pensé que un par de horas sería suficiente. No hubo repartición de números ni nada, todo parecía muy espontáneo
A medida que pasaban los minutos y los pocos pasos la gente se iba desconcertando y de pronto estalló un miedo que descubrí no era sólo mío. ¿Se acuerdan de la muchacha de Las Adjuntas y la oscuridad de la fotocopia? Bueno, empezaban a devolver personas y la gente se mortificaba, y yo con ellos, aunque yo llevaba mi pasaporte bolivariano.
Que parece que van a parar porque van almorzar.
- ¿Qué?! No joda, si se van le echamos candela a todo esto –gritó el señor que iba un puesto delante de mí. Yo me contagié de ese espíritu piromaníaco e incendiario, y no fui el único.
Caótico. No había más orden que el pudiera imponer uno mismo con su pobre radio de acción y alta propensión a los golpes. No había quien coordinara, era una situación totalmente anómica y anárquica. La gente se coleaba, otros gritaban, unos subían y otros bajaban. Yo observaba, escuchaba y leía. Luego de cuatro horas abajo me tocó subir adonde estaban las máquinas por unas escaleritas de un metal rojo y tembloroso. Estaba más cerca de la meta. Fue cuando pasó una muchacha sin mucha simpatía verificando el estado de las fotocopias y firmándolas con un garabato. Rebotó a varios y a mí me hizo sacarle copia al pasaporte. Entre los rebotados estaba el señor que iba justo delante de mí. Se veía muy humilde y, sobre todo, muy indefenso. No tuvo siquiera la energía de una réplica en favor de las cuatro horas de cola, y se fue.
Allí arriba, a menos de cinco metros de las máquinas, pasó otra hora más de hambre y desesperación. Las piernas y las rodillas chirriaban, gritaban y dolían. Los pies gemían y la circulación de la sangre se sentía en las pantorrillas. Luego de la cola, venía otra subcola para entregar las fotocopias, otra para la foto, otra para la firma y otra para la entrega. Todo era lento, pesado, lerdo. La atmósfera era sofocante y muy desagradable. No había una sola cara linda, ni una sonrisa, sólo la de unos niños que apenas sabían caminar. El calor, el sudor y el estómago haciendo crisis de abstinencia.
Sentí alivio al ver que me recibió la copia del pasaporte.
- Ajá, ¿y el original de esto dónde está? –preguntó con un sadismo que ya habíamos detectado. A ellos les interesa rebotar gente y tener menos trabajo. Había personas con fotocopias perfectamente legibles (datos, números, huellas, fotos, firmas) a quienes les decían que esas no servían. En todo caso, yo abrí mi bolso y le entregué mi pasaporte. Estaba acorralada, tenía que sacarme la cédula. Creo que fue en ese momento que escuché a la que atendía en la cola de al lado decirle a una ciudadana comprensiblemente obstinada:
- Deja la grosería, chica, que si a mí me da la gana no te la saco y ya…
Yo no podía creer lo que oía. Bueno, ya a esas alturas sí podía…
Me tomé mi foto (fue lo único rápido), puse la huella y me dediqué a esperar. Cuando iba a salir la mía, la muchacha que estaba junto a la impresora y la plastificadora, sin excusarse y sin explicaciones, se paró y se fue a “resolver” un problema. La silla vacía y yo esperando, y detrás de mí la gente aglomerándose. Tuve que llamar a otro de los funcionarios que estaba jugando con su carnet para que atendiera la situación. Las cédulas salían impresas pero no había nadie que pudiera separarlas y plastificarlas… El tipo accedió no de muy buena gana y al final, a la 1:28 pm salió mi cédula: ANDRADE FERNÁNDEZ, RICARDO RAFAEL, SOLTERO, VENEZOLANO hasta el 2018 o hasta que se me vuelva a perder.
No pocos minutos he dedicado en las últimas horas a contemplar ese papelito artesanal dentro de ese plastiquito flexible que tanto me costó recuperar. Ya es un hecho, soy nuevamente un ciudadano de este país. A la tercerea fue la vencida, sólo hacia falta paciencia y bastante indignidad.

miércoles, 2 de abril de 2008

Misión Viacrucis o la aventura de los módulos esquivos

Había que reconocer que en lo que a cedulación respecta la Quinta República parecía más eficiente que la Cuarta, o al menos eso podía jurarlo antes de hoy. Aunque el material de la cédula bolivariana es de menor calidad, esta tiene la ventaja de ser digitalizada y entregada de manera inmediata, cosa que no ocurría con aquellas que servían para abrir puertas pero que se tomaban su buen tiempo para ser entregadas, sólo cuando había el material…
Supongo que esta historia empieza cuando un mediodía de la semana pasada me atendían en un feo McDonalds –¿hay uno bonito?- de la tampoco muy agraciada Valencia. No importa por qué me encontraba ahí, sólo quiero destacar que era mi primera visita propiamente dicha a la capital carabobeña y ya no quisiera volver. Hago el pedido y tengo en mi mano un billete verde y suficiente. La cajera pide que le de dos bolívares fuertes para devolverme diez exactos. Abro el koala, saco la cartera y allí consigo Bs. 1300 (débiles), lo cual genera que la cajera empiece a experimentar una situación dilemática bastante aguda –¿regalarme o no regalarme Bs. F 0,70?- que sostuvo por alrededor de cinco minutos mientras pedía sencillo a otros cajeros y compañeros, hasta que gracias a su espontánea bondad y a que nadie más tenía sencillo eligió cederme los 0,70 (léase setecientos bolos). Tanto tiempo había pasado que el vuelto y el pedido llegaron al mismo tiempo. En ese momento tomé el dinero y, entre la simultaneidad de los eventos, mi cartera quedó atrapada en otra dimensión. Más nunca la volví a ver, ni a lo que ella contenía, por supuesto: casi 300 Bs F (cosa excepcional), 3 tarjetas de débito, la de crédito de mi desafortunada madre y –ahí viene lo peor- cédula, certificado médico, licencia, y hasta el rif, sin contar todo lo sentimental que allí podía tener. Hay varias hipótesis del hurto y mi torpeza no se descarta en ninguna, pero el hecho es que me sentí como un esencial idiota.
La cédula es lo primero que hay que recuperar para readquirir la condición de “ciudadano”, me he dicho. Todo lo demás depende de esta pequeña y endeble tarjeta de identificación. Por eso estuve pendiente de la página web de la Onidex. Me planteé ir el lunes para resolver el problema, pero la ubicación de los módulos de cedulación no fue actualizada sino hasta el propio lunes –supongo que nadie se cedula ese día o sólo lo hace si se tropieza fortuitamente con el operativo-, por lo que tuve que optar por el martes. El lugar que más me convenía era el Parque del Oeste Jóvito Villalba, cerquita de la estación de Gato Negro.
Creo que a la altura de La Hoyada, abordaron el vagón un par de chamos con sendas guitarras y comenzaron a cantar y pedir dinero a cambio. Más bien intentaban cantar. Un señor que les dio dinero consolaba su dádiva diciendo “bueno, por lo menos cantan, es mejor a que estén robando”. Estamos de acuerdo. Ahora viéndolo bien, yo debí captar que aquel desafinado dúo era un mal presagio del destino, pero qué se hace, no supe leer la señal. Y ahora que lo recuerdo, cuando comencé a subir las escaleras de Gato Negro una señora tarareaba todavía la canción de la Negra Tomasa que el dueto acababa de mascullar. Ahí seguro había otra señal, un día negro, oscuro, las tinieblas quizá.
Me disponía a ingresar al parque del oeste, pero tres guardias que estaban en la puerta me dijeron, atropellándose verbalmente los unos a los otros, que ahí ya no era el operativo, que lo habían cambiado para el Periférico de Catia. Yo no lo podía creer si antes de salir de la casa y todavía, mientras escribo, aparece en la página que el martes 01 de abril hay módulo en el parque del oeste -corrobórelo aquí- , información que, dicho sea, se posteó el mismo lunes 31 de marzo. Yo estaba confuso y me imagino que tenía una cara de desconcierto.
- Pero bueno, cambiaron el lineup –me dijo uno de los guardias para tranquilizarme y molestarme a la vez. Otro de ellos me dijo que siguiera derecho y en la Iglesia del Carmen cruzara a la izquierda. Eso hice pero preferí detenerme a preguntarle a un policía que estaba justo en el cruce.
- Vas bien, sigue por aquí pa´abajo, cruzas la autopista y es donde ves esa pared azul…
- Pero ¿por ahí puedo cruzar? –pregunté algo preocupado al ver la velocidad con que los carros pasaban. Era el comienzo de la autopista Caracas-La Guaira.
- Tienes que cruzar toreando los carros –insistió el responsable de la ley y la seguridad ciudadana- pero bueno, si no te sientes capacitado –ahora retándome-, entonces mejor te vas por aquí derecho y luego cruzas a la izquierda, es mejor, no vaya a ser que te arrolle un carro y después la culpa es mia...
Le dije que prefería esa segunda opción y seguí mi camino. Pero cometí el error de bajar por unas escaleritas que conducían justamente a la autopista. El destino me estaba obligando a cruzar y así lo hice con mucho cuidado. Del otro lado, unos barrenderos muy amables de las adyacencias del Periférico me dijeron que el operativo debía ser por la plaza, y así , obedientemente, me fui caminando por dentro hasta llegar a la Plaza Sucre de Catia. Allí no había nada. Le pregunté a otros trabajadores de franelas rojas y me dijeron que seguramente habría operativo en Pérez Bonalde. Una muchacha del grupo se ofreció a llevarme si le brindaba el almuerzo, a lo cual tuve que negarme por estar cansado del peloteo y, sobre todo, tan sin dineros.
Entonces tomé la decisión de irme a las oficinas principales de El Silencio a elevar mi reclamo formal como un ciudadano digno y burlado. Yo recordaba que según la lista poco confiable publicada en Internet también habría módulo en la lejana estación de Las Adjuntas. No fue sino hasta que recorrí la transferencia cuando decidí probar suerte por allá. Ya no quería hacer un reclamo y luchar por los derechos de la colectividad, ahora sólo quería mi cédula y ya. La gente del Metro, siempre amable, me hizo el favor de comunicarse con la estación terminal para no irme a la deriva. En efecto, estaban operando y allí estarían hasta la 1:00 pm –ya era más de las 11:00 am-. Entonces me fui hasta allá. El trayecto se llevó su tiempo, pero apenas llegué, empecé a hacer mi cola en las afueras de la estación. Me puse a conversar con un señor a quien también le habían robado la cartera en su trabajo y así se fueron los minutos.
-Siguiente… -Caminé y extendí la hoja con la única copia de cédula que tengo. La mujer se le quedó viendo en silencio con mirada perversa…
- Yo así no te la puedo recibir. Esta copia está muy oscura…
Al primer segundo tal vez pensé que era una broma pero al verla tan seria me sentí desamparado, frustrado y sobre todo incrédulo por tantas negativas… En este país uno no puede ni siquiere tener identidad, pensé. Qué diría Freud.
- Pero si ahí se ve, acércatela bien, ahí se lee… -supliqué.
- No te la puedo recibir así. Necesito que se lean las letras, los números, la foto, la huella ¡Siguiente!
- Espera, yo traje una partida de nacimiento –repliqué agotando todas las esperanzas.
- El recaudo es fotocopia de cédula. Si no tienes otra copia mejor, entonces ve al servicio de dactiloscopia en El Silencio…
- Tengo carnet universitario… Mira –se lo mostré al tiempo que ella le quitaba la vista.
- No aceptamos carnet. Si se leyera mejor la copia de repente te paso con el carnet. ¿No tienes pasaporte? -inquirió sintiéndose, supongo, como San Pedro en las puertas del cielo.
La palabra “pasaporte” me recordó aquel otro trámite en la oficina de Maiquetía, que tampoco fue nada fácil. Yo no me iba a llevar el pasaporte a ver si me lo robaban también… Negué explicando que no lo llevaba conmigo a todas partes…
- Si tuvieras el pasaporte te lo aceptaría. Mañana vamos a estar en El Junquito, si quieres lo llevas allá mañana… ¡Siguiente!
Sólo me quedó bajar la cabeza, dar la media vuelta y apurar el paso para llegar a tiempo a la Universidad. Ya hice mi queja virtual, seguramente inútil. Mañana me llevo el pasaporte a ver si me tropiezo con algún operativo que diga con letras rojas y orgullosas: Misión Identidad.

domingo, 2 de marzo de 2008

Luto portátil

Yo también estuve aquel sábado en Las Mercedes. Estaba buscando un libro, muy cerca del mediodía, acaso minutos antes de que Adriano se instalara en Amazonia Grill (calle Madrid, entre Caroní y New York). Rodé por varias de sus calles, buscando la librería ideal. Me paseé entre aquellos vistosos locales que alguna vez sólo fueron bonitas casas, hasta que di con lo que buscaba. El 12 de enero fue un sábado muy ajetreado y Caracas era una ciudad de trombosis, un coágulo de carros, apenas fluyendo y brillando bajo el sol, tostándose de calor. Me tocó hacer varias diligencias, ignorando cualquier noticia que me sorprendiera y llegué a mi casa cuando ya no había sol, sino un montón de faros rojos, blancos y amarillos. Sintonicé la transmisión televisiva del juego de béisbol del equipo al cual sigo. El encuentro se extendió por quince innings: seis horas de represión de batazos hasta que, finalmente, ganamos. Entonces, mi emoción se empañó por un mensaje de texto de mi amigo Ángel Blanco: “Murió Adriano González León”.
- ¿Cómo que se murió Adriano? –pregunté sin saludar por la bocina del celular.
- Sí, chamo, me lo acaba de decir Andrés. Murió esta tarde. Mañana lo estarán velando en la Vallés. Si quieres…
- ¡Qué vaina vale! Claro, yo te acompaño a la funeraria.

Andrés González, hijo menor de Adriano, es uno de los mejores amigos de Ángel quien, a su vez, es uno de mis más entrañables de la Escuela de Periodismo. Recuerdo que cuando me lo presentó en el León, bar de La Castellana, delante de él me dijo: “Este chamo es hijo de Adriano González León”. Y casi tuve la sensación de conocer al propio Adriano en ese momento, seguramente porque tuve la ilusión de llegar a conocer al padre a través de la cercanía del hijo. De modo que Andrés –estudiante de Letras- es lo más cerca que estuve de conocer en vida al propio escritor. Luego lo vi otras veces en el pasillo de Letras y nos saludamos con afecto.
La noticia me impactó mucho. Recientemente había leído País portátil, su obra maestra –publicada y laureada cuando mi mamá era una niña- y quedé admirado y fascinado por aquel manejo del lenguaje, las voces narrativas y, sobre todo, por esa forma de retratar a un país, una idiosincrasia y una forma históricamente reiterada de ser venezolano. Uno de nuestros mejores escritores y, además, el papá de Andrés. Así, sentía la necesidad de darle el pésame al hijo, a los amigos del escritor y a mí mismo por mi aflicción literaria, individual y única. Quedé con Ángel en llegar sincronizadamente a las cinco y media de la tarde en la funeraria, pero fue imposible porque me retardó la cola dominical de la entrada del estadio universitario, habitual en tiempos de round robin. Apenas llegué, vi un montón de gente vestida de negro y agrupada afuera de las capillas, como una masa oscura y sobrante que no tenía lugar adentro. Llamé a Ángel y me dijo que estaban frente a la funeraria, en la arepera. Colgué el celular al verlo gesticulando y hablando conmigo, crucé la calle y me encontré con él, pregunté por Andrés y señaló con el dedo hacia el joven que estaba parado junto a la mesa blanca del extremo, con una cerveza servida en vaso desechable. Había unos quince amigos de Andrés distribuidos en cuatro mesas pegadas una de otra. Me acerqué y, sin decir nada, le di un ligero golpe en el hombro para que volteara:
- Ricardo –me dijo sonreído- qué bueno que viniste -. Sentí alivio al escucharlo, porque uno a veces ignora si la gente prefiere no verlo a uno en esos momentos.
- Mis condolencias, Andrés. Tú sabes que aquí estamos. ¿Cómo te sientes?
- Bien. Dentro de lo mal, bien.
- Al menos eso lo purga todo ¿no? –dije señalando su vaso, para luego agregar- Es que, al final, la muerte es un despecho…
- Sí, la muerte es un despecho –contestó, como reproduciendo el eco de mis últimas palabras, moviendo su vaso amarillo.
Además de extraordinario poeta y narrador, Adriano fue un gran bebedor. Así que no había otra manera de despedirlo. No en vano todos sus obituarios terminaban diciendo “¡salud!”. Vivió intensamente, disfrutando los placeres de la literatura y de la vida misma: un hombre muy involucrado y comprometido con el país, con la política. Su vida fue una celebración prolongada que casi nadie estaba dispuesto a truncar. Después de todo, la muerte siempre es un hecho.
Al cabo de unos minutos y un par de cervezas melancólicas, unos veinte chamos, vestidos de negro, estaríamos bajando la avenida Los Jabillos en procesión hacia “El templo”, un botiquín chino de la avenida Libertador, quizá algo arrabalero pero adaptado a las posibilidades. Los curtidos manteles blancos sobre los rojos y, en lo alto de una pared, un lastimoso anime rosado sobre el cual podía leerse la siguiente inscripción: “Bienvenidos a mi fiesta. Kelly Long”. Lo paupérrimo tiene su gracia, y puede ser un consuelo delante de la muerte. Lo cierto es que a Andrés no le faltaron amigos ese día. Ángel, siempre que podía, insistía en que le gustaría que cuando muriera lo velaran con alcohol de por medio, también quería ser “un muerto distinto”. Y yo pensaba en el poema de Aquiles Nazoa, “Amor cuando yo muera”.
Gracias a las atenciones de una chinita vestida de amarillo –a la cual decidimos, unánimemente, apodarla como Kelly Long-, me tomé dos tercios. Brindamos muchas veces. En una de esas, un borracho de la barra le gritó a Andrés, alzando el puño: “Señor Adriano, mi sentido pésame”. Todos celebramos aquellas palabras, precariamente moduladas pero sinceras, y volvimos a brindar, siempre en memoria de Adriano González León, el poeta, el novelista, el cuentista, el hombre, el padre.
Ya había cumplido con Andrés pero aún faltaba cumplirme a mí. Me despedí con un abrazo y emprendí la subida, junto a Ángel que quería trasladar su carro al estacionamiento de la funeraria y a Ariana, otra amiga que debía marcharse. A ellos sí les dije que no me iría hasta que no intercambiara algunas palabras con Adriano.
Me detuve en la nave central, donde había un cartelito negro que decía con letras blancas, movibles como de función de cine, el nombre del escritor. Caminé con las manos en los bolsillos y casi sin subir la mirada. Había muchas flores y coronas a los lados pero sólo pude leer una, enviada por el Pen Club. Seguí caminando mecánicamente e ingresé a la sala velatoria. Me acerqué al féretro, sin mirar a nadie.
Nunca me ha gustado ver a los difuntos, metidos en esos elegantes cajones. Sólo lo había hecho una vez, y posiblemente en la misma sala, porque aquella vez era un curioso niño de seis años que acompañaba a su abuela a dar un pésame en la misma funeraria. Pero esta vez me movía Andrés, no ya González, sino Andrés Barazarte.
Lo vi no sin cierto recelo. Estaba nervioso e inefablemente triste, pero pensé en Papá Salvador, que murió inválido, tragándose sus gargajos por no tener escupidera a la mano, y me fui acercando más. Lo miré mejor. Recordé otra vez los versos de Aquiles Nazoa (“Hazte, amada, la sorda cuando algún guelefrito // dictamine, observándome que he quedado igualito”). Aunque no me pareció que estaba igualito, pues todavía rondaba en mi cabeza la imagen de la contraportada de una edición de País portátil del año 1978 que incluye el guión de la película: en el lado derecho, Iván Feo, sonriente, y a la izquierda –siempre en la izquierda- estaba Adriano, barbudo, de brazos cruzados y con el ceño fruncido. Todavía me gusta pensar que aparece insatisfecho por algún tornillo suelto en la adaptación de la novela. Este era otro, sin barba, viejo y sereno, más parecido a la foto de su columna en El Nacional.
Visualicé al doctor y general Epifanio Barazarte, dirigiendo revoluciones en Trujillo. También vi a León Perfecto en el mismo plan. A Ernestina, defraudada y loca. Pensé en Andrés (Barazarte), temeroso y subversivo, valiente y cobarde, recorriendo Caracas en un hediondo autobús. Imaginé a los Barazarte rodeando a la urna. Vi a Venezuela metida en el sudado maletín de un guerrillero, y en el de un caudillo miserable. Reflexioné sobre la permanencia de su obra y creo que lo lamenté, pero se lo agradecí en persona, ya que no en vida. Cómo me hubiera gustado hablar con él, porque ahora sólo parecía un muñeco, muy elegante como seguro no lo era él, con el cabello gris engominado y una expresión hierática. Pensé en mi plan frustrado de enviarle, a través de Andrés (González), alguna crítica -halago- sobre la novela con la insinuación de que me firmara la anteportada del libro. Incluso hurgué la posibilidad de haber sido su alumno en la universidad, de haber nacido antes. Por último, sentí un peso, me sentí como Andresito junto al lecho de su abuelo, con la bolsa de medicinas y la culpa de no haber llegado a tiempo… De pronto, me tocaron el hombro derecho deliberadamente con un vasito de plástico; ya había visto varios vasos ese día…
- Poquito porque vamos a hacer un brindis pequeñito –Era Boris Muñoz, periodista y mi profesor de literatura venezolana, distribuyendo milagrosamente el vino tinto y favoreciéndome con su partición. El vino es Dionisos y Adriano era un fiel discípulo. Es que no era posible velarlo de otra forma. Qué bueno que no murió como Salvador Barazarte, atormentado por los duendes. Qué bueno que murió leyendo la prensa en un bonito restaurant de su zona, conectado con el país, con los placeres, con la lectura. Y, sobre todo, qué bueno que vivió así, entregado a la literatura, al lenguaje, a la palabra, lleno de emoción histórica, pasión literaria e inteligencia pura. Yo quisiera vivir y morir –también escribir- así. A la salud de Adriano, desde el techo de la ballena. Su recuerdo portátil lo podemos llevar adonde sea.

martes, 5 de febrero de 2008

Del 23-E al 4-F

La historiografía es una fascinación del venezolano promedio, aunque el otro venezolano que está a décimas de ser el promedio no le interesa nada que no tenga que ver consigo mismo. Realmente no me baso en cifras estadísticas, sino en pura observación empírica. Ya decía Uslar Pietri que la cátedra de Historia de Venezuela que se imparte en la educación básica, media y diversificada está basada en hitos puntuales de la guerra de independencia (con Bolívar como protagonista, pareciendo a veces que el siglo XIX acaba prematuramente en 1830), la galería de presidentes del siglo XX y, sobre todo, fechas, fechas y más fechas.

Traigo el tema a colación porque el pasado lunes, supongo que como correspondía, fue celebrado el 4 de febrero o, llamado cariñosamente, el 4F, con el flamante subtítulo de “día de la dignidad”, bautizado, por cierto, como por decreto presidencial. Esta es una de las nuevas fechas gloriosas del país de las efemérides. Por su parte, hace un par de semanas se conmemoró el 23 de enero (23-E), “día de la democracia”, otra tradicional efeméride con cincuenta años de conmemoración. Además de creer firmemente que la heladería 4-D debería registrar el 4 de diciembre como día del helado o algo así, de verdad que no critico que se utilicen las fechas como recordatorios mnemotécnicos para no olvidarnos de nuestra historia –aunque en muchos casos sabemos que tal o cual día es feriado, sólo para asegurarnos de eximirnos de las responsabilidades de rigor- , lo que sí me parece al menos raro es que recordemos el día en que el civilismo se impuso por primera vez en Venezuela y once días más tarde festejemos el día en que, por intereses revolucionarios, una rebelión militar intentó poner fin a la tradición civil comenzada justamente en enero de 1958 mediante un golpe de Estado que, además, falló.

No quisiera caer en más valoraciones porque no me siento capacitado ni es mi intención remover sensibilidades. Además, reconozco la importancia de los hechos del 4 de febrero de 1992 para la historia contemporánea de nuestro país. Sólo quiero llamar la atención sobre nuestra debilidad por las efemérides y sobre la contradicción que supone la remembranza de esas dos fechas que, por si fuera poco, están separadas por tan escasos días.


Lo que sí veo es que, amén de los embates del tiempo, el 23-E se sigue conmemorando nacionalmente como “el día de la democracia”, y entonces me pregunto si el 4-F seguirá siendo “el día de la dignidad” en los gobiernos del futuro. Me gustaría saber qué piensan ustedes…

domingo, 3 de febrero de 2008

Los temerosos del destierro




El 03 de febrero fue conocida por los medios de comunicación la existencia de una misiva firmada por intelectuales colombianos y venezolanos, encabezados por García Márquez y Ramón J. Velásquez, que claman por la paz entre los países hermanos. La noticia me da la gratificante sensación de que existen luces en el camino y me recuerda, además, la importancia de la inteligencia y de la cultura en el mundo. En momentos de tanta tensión es necesaria la voz de la lucidez, esa que brilla en la oscuridad como una luciérnaga esperanzada. Sólo resta esperar que la luciérnaga sea vista y escuchada por quienes la deben ver y escuchar con atención: “Los principios y valores que compartimos no nos permiten permanecer indiferentes ante cualquier pronunciamiento oficial que suscite hostilidad y distancia donde siempre hubo y deben prevalecer amistad y acercamiento”.

Venezuela y Colombia necesitan tener concordia entre sí. Parece inadmisible que dos naciones, históricamente enlazadas, estén en un estado de tirantez por razones que obedecen, meramente, a las posturas individuales de ambos mandatarios frente a la política estadounidense y a la guerrilla colombiana, pues, estimo, no hay otras causas para el conflicto.

Los pueblos rara vez desean confrontaciones bélicas. En cambio, preferimos garantías ciudadanas, calidad de vida y soluciones pacíficas fundadas en el respeto y en el diálogo. La guerra es la ilusión de los grandes jefes y estrategas, o sea, de quienes disfrutan jugar con la muerte y la sangre de otros. ¡Ay de las masas nacionalistas, seguras de morir por la Patria y la felicidad! A la intelectualidad, merecedora de ocupar un sitio en la élite, pero portadora, al mismo tiempo, de un sentido de responsabilidad pública, le compete elevar su voz, proyectar la racionalidad y también la emocionalidad histórica, en aras de la paz individual y ciudadana, en aras de la propia vida, riesgosa y fascinante en sí misma.

De modo que aplaudo los resquicios de sensatez que quedan en el alma nacional. No me cansaré de hacerlo porque en la cultura está la quintaesencia de la humanidad, y en sus luchadores el deber de preservarla y alejarla de los infames destinos y designios anhelados por la demagogia y la indolencia.

En Colombia y Venezuela hay un mismo sol, soñado por los humanistas, escrito, dibujado y pensado por los eternos temerosos del destierro.

domingo, 20 de enero de 2008

La (media) hora del cambio

Pido al Departamento de Estado de la Casa Blanca permiso para disentir acerca de la opinión de mis camaradas fascistas sobre el cambio de hora legal en Venezuela. Debo confesar que casi salto la talanquera –¿a quién se le habrá ocurrido poner una talanquera en medio del país?, ¿qué tan alta será?- porque creo que ya se le está empezando a dar soluciones estructurales a las cosas. La nueva es la hora del cambio.

Yo estoy de acuerdo con el Presidente cuando dice que el nuevo huso horario va a beneficiar al pueblo (claro, depende del buen huso y haprovachamiento que le demos). Los niños van a dormir más. Los adultos no porque algunos no fueron a votar el 2 de diciembre y justos pagan por pecadores. Pero nos queda el consuelo de ser media hora más jóvenes.

Ahora los niños tendrán sol desde que salen de sus casas rumbo a la escuela (los adultos no, por traidores). Contrariamente a los comentarios golpistas, yo sí creo que con la nueva hora legal, los venezolanos podremos aprovechar mejor la energía solar, al menos hasta las 05:00 PM, cuando llega la oscurana y los malandros comienzan a trabajar (al que atardece también Dios lo ayuda). El actual horario nos ayudará a combatir a la inseguridad mediática, puesto que tenemos media hora más para huirle aceleradamente, con taquicardia y otras compañías.

Los más desprotegidos sentirán los beneficios de la nueva hora legal. Los niños de la Patria, por ejemplo, se acostarán menos tarde en el suelo frío –no necesitarán cenar- y se levantarán cuando el sol les pegue en la cara bien temprano, para ponerse a trabajar porque ellos no tienen escuela a la cual llegar con sol. Serán más felices y quizá pasen menos hambre, pues tal vez se alteren las horas de comida hasta desaparecer.

Me duele decirlo pero la oposición está ciega. No quiere entender que ahora tendremos media hora más para hacer nuestras colas por una bolsa de leche. Y además van a ser a plena luz del día (o con la “pepa e´sol” en la cabeza). Lo mismo ocurrirá con el huevo y el azúcar. Creo que así se le hace frente al desabastecimiento, ganando tiempo para que, cuando menos, los días se acaben primero que las colas.

Viéndolo bien, incluso perderemos kilos –a quienes no nos faltan- porque sudaremos más para llegar a nuestros lugares de trabajo –quienes trabajamos, y en un lugar-. Llegaremos empegostados, sí, pero habremos quemado quién sabe cuántas calorías. ¡Ah!, pero la oligarquía, empecinada en la desestabilización, nunca ve las cosas buenas de la revolución.

Por si fuera poco, operará un cambio en el sistema geopolítico. Ya no tenemos la misma hora que nadie, lo que nos hace un país más fuerte frente al mundo y sus imperios, único, auténtico y más nacionalista. Esta es la hora de la independencia horaria contra el hegemón. Miami y Caracas se han divorciado, temporalmente

Pobre de la revolución que no desbarate todo lo que está y no cree cosas nuevas, así sea sólo cambiándole el nombre a las viejas, o atrasando minuteros… Casi fui cautivado por esta política de Estado tan esperada y fundamental, pero en el camino me pareció que, en aras de mejorar la educación, la salud y la seguridad ciudadana, hubiera sido más productivo y feliz retrasar una hora completa, y eso que poco sé de solsticios y equinoccios. Lo otro es que le temo a las represalias del Comando de la Resistencia y Un Nuevo Tiempo, no vaya a ser que me tasconeen.

(escrito en Diciembre, 2007)

El bolivarianismo y sus herejes

La fe no es un asunto baladí para la humanidad. El hombre busca permanentemente certezas y, como no hay cosa gratuita, la forma menos científica de procurarlas es trocándolas por incorruptible lealtad y ciego fervor. Ante el resquebrajamiento de la tradición grecorromana y del judeocristianismo, otras corrientes de la modernidad han venido a ocupar ese vacío histórico, para erigirse como nuevas religiones y nuevos dioses. Verbigracia, el marxismo, sobreviviente mitificado de los embates del tiempo.

La idea hobbesiana de la religión como instrumento de cohesión social se sostiene por sí misma: religar es unir. La religión se fundamenta en la fe, elemento vital de la condición humana y social. De acuerdo con la Real Academia Española, fe es creencia y fidelidad, un conjunto de lealtades y adhesiones con respecto a preceptos inviolables, insustituibles e indiscutibles, retransmitidos dogmáticamente, fundados en lo doctrinario y en lo sagrado, ideas a las que no se les puede ser infiel.

La revolución venezolana ha tomado ideas del marxismo para la construcción de un discurso de reivindicación proletaria, lucha de clases y transformación de los modos de producción pero, sobre todo, ha tomado del marxismo su esencia religionaria, cristalizada -tropicalmente- en un símbolo autóctono: Bolívar, el máximo héroe de la épica independentista latinoamericana, el hombre que sacrificó su vida propia por la libertad colectiva, el arquetipo del mártir, visionario y profético, elegido por la Providencia para la redención del otro, para ser salvador de su pueblo y traicionado por la ignorancia popular, para luego ser sujeto de idolatrías y veneraciones póstumas. Miembro de un grupo de hombres que, quizá sin proponérselo, se convierten en mitos y objetos de fe: se endiosan. De modo casi análogo, como Cristo y Mahoma, Bolívar es el símbolo del bolivarianismo, doctrina esencial del proyecto político del actual gobierno venezolano. No es gratuito que el discurso revolucionario sitúe a Cristo y a Bolívar en un mismo plano, unidos por los valores comunes de amor y solidaridad. El presidente, entonces, viene a fungir, simbólicamente, del enviado mesiánico (probablemente del Padre Libertador) que ha llegado al poder con la elevada misión de predicar el bolivarianismo y darle forma en el marco del socialismo del siglo XXI, es decir, de continuar la tarea que Bolívar dejara inconclusa en el siglo XIX.

El sentido doctrinario no puede tener complemento más compatible que la disciplina –militar– y, consecuentemente, el miedo. Fe y rigor son las formas con que los fieles pagan la resolución de sus dudas y el sosiego de sus almas. La doctrina religiosa no permite medias tintas; el bolivarianismo contemporáneo tampoco. En el medioevo, cuando la Iglesia ostentó su máxima cuota de poder político, el destino de un crítico de la fe católica no podía ser otro que el de arder en las castradoras llamas del bien, morir en la hoguera. Era simplemente un “hereje”, un equivocado, un traidor descarrilado e inconveniente. La hoguera de hoy es un fusilamiento metafórico y una decapitación alegórica representada en la descalificación pública, el bloqueo y la exclusión. Actualmente, el destino del hereje es la muerte figurada, su desaparición forzosa y la satanización. Para la Revolución bolivariana, hereje es todo correligionario que disiente. De ahí que todo el que critica, desde adentro, las prácticas y métodos revolucionarios, se enfrenta al terror, elemento fundamental de religiones (Inquisición) y revoluciones (Robespierre). Un feligrés no puede poner en cuestionamiento la palabra del profeta; debe siempre asentir y nunca disentir. En el bolivarianismo del siglo XXI, como en toda religión, las ideas y parábolas deben ser aceptadas, no hay cabida para la contraargumentación.

El diputado Ismael García y el general Raúl Baduel son dos ejemplos recientes y paradigmáticos de la herejía contrabolivariana. Ambos han sido excomulgados por el propio jefe de Estado y llevados a la hoguera con el objeto, también, de que la militancia (o feligresía, da lo mismo) vea lo que ocurre con los osados que contradicen la palabra sagrada y, así, no se le ocurra a nadie imitarlos, ni defenderlos. Una evidencia flagrante de que la idea de fusilamiento pervive en la Quinta República es lo ocurrido en días recientes, cuando frente al líder, al calor del Poliedro de Caracas, la masa enardecida clamaba un grito de guerra: “Baduel, traidor, te sale paredón”. Desde un punto de vista crítico, es prácticamente incomprensible que un hombre con suficientes muestras de lealtad ideológica pase, en cuestión de horas, de héroe revolucionario a traidor, pero desde el punto de vista religioso, es perfectamente comprensible puesto que la traición es sinónimo automático de disenso, y eso es indisciplina, irreverencia y condenable herejía. Si la propuesta del líder es una reforma constitucional, sus seguidores no pueden sino aceptarla y celebrarla. Opinar que esa dirección es errónea es, consecuentemente, una bofetada al padre y una puñalada en la espalda a la Patria.

Ismael García y sus compañeros de partido fueron inmediatamente (des)calificados como “oposición” desde el momento en que manifestaron su desacuerdo con la tesis del partido único. A partir de allí, Podemos es automáticamente –y ahí va la descalificación inmediata- un partido contrarrevolucionario, defensor de los intereses de la oligarquía y del imperialismo estadounidense. En general, las intervenciones de Ismael García ya no son realmente escuchadas por el resto de los diputados. Se le concede su derecho de palabra pero cuando culmina no se oyen los aplausos que suceden a otras intervenciones y, por el contrario, se oyen risas de burla y la voz de Cilia Flores para reiterar que el diputado “ahora” defiende otros intereses, “ahora” es de oposición, “ahora” es un enemigo.

Las religiones son totalitarias en tanto que se basan en dogmas predicados por un líder absoluto, sujeto de temor y adulación. En ese sentido, el bolivarianismo –no las ideas de Bolívar, sino su endiosamiento doctrinario- es religioso y, a la vez, totalitario. El bolivarianismo de la revolución venezolana, heredero del marxismo, es por un lado, un hombre (un embajador de la santa palabra), y por otro, la fe en ese hombre, sobrenatural dueño de la verdad.