viernes, 5 de octubre de 2012

El país reclama


Por Luis Miguel Andrade Fernández

     Hace catorce años publiqué en un diario regional un artículo llamado EL PAÍS RECLAMA, movido entonces por la frustración, la rabia, la impotencia y la tristeza de ver cómo mi país era dirigido por una clase de políticos, que yo creía que eran corruptos y desalmados, que robaban y estafaban los sueños de los venezolanos, y justamente por eso se dio impulso a una clase de líderes "antipolíticos", supuestamente libres de todos los vicios del pasado... Y muy probablemente en los primeros había efectivamente personas corruptas y desalmadas, que merecieron haber sido juzgadas y condenadas y que no lo fueron. En lugar de ello, para apoyar a la antipolítica, se reivindicó la subversión y se condenó a la democracia...

     Yo escribía "...el país reclama que sus hombres saquen la cara por él...". Ha pasado el tiempo, he crecido, he madurado y he visto cómo se han vulnerado hasta los principios más elementales del sistema democrático; he visto cómo se ha malgastado el dinero de la nación (mucho más que aquellos famosos 250 millones de bolívares de antes); he visto cómo el sistema de salud se ha deteriorado hasta lo impensable; he visto cómo se ha querido (y logrado) dividir a los venezolanos; he visto cómo se compran conciencias y he visto cómo se manipula y engaña deliberadamente a un pueblo que creyó, que aún cree y que insólitamente, a pesar de todo, seguirá creyendo... Creyendo en un discurso que es sólo eso: un discurso.

     Así que, amigos, tenemos ante nosotros la oportunidad de frenar la caída libre que lleva Venezuela en ese barranco que se autodenomina Socialismo del siglo XXI, sistema político en el que se enriquecen, desvergonzadamente, personas que antes no tenía ni dónde “caerse muertos”, según revelaban ellos mismos; un sistema avalado por figuras del deporte y la farándula (nacional e internacional) A PESAR de ganar salarios en moneda extranjera, vivir fuera del país y gozar de beneficios no destinados al resto del soberano; un sistema en el cual conocidos, amigos y familiares justifican medidas de represión hacia estudiantes, persecución a los gremios (como a los médicos), cierre de canales de TV, presencia de “focas” en la Asamblea Nacional, el TSJ, la Fiscalía, etc, etc; y un país del  cual muchos, incluyéndome, hemos pensado seriamente (otros sí lo materializaron) emigrar...

     Entonces, pienso, hoy el país reclama mucho más que hace catorce años. Reclama que tú, que yo, que todos saquemos la cara por él. En nosotros está decidir el camino que tomará Venezuela, el camino por donde nuestros hijos caminarán. Si en verdad los países progresan, entonces ¡que la búsqueda del progreso sea nuestro norte!
¡POR FAVOR, VOTA!

viernes, 13 de abril de 2012

Resaca con Blue Label



Tarde llegué al banquete con Blue Label / Etiqueta Azul (Eduardo Sánchez Rugeles, 2010). Necesité una apendicitis y un reposo postoperatorio para retomar -o sea, re beber- la lectura que hacía unos meses había comenzado con avidez pero que tuve que interrumpir por razones seguramente absurdas. Me acerqué con inocencia a la botella y empiné los codos sin prever que, a pesar de su noble talante y los 21 años de añejamiento, me produciría una resaca casi letal.

Ya el mismo autor ha relacionado su novela con Piedra de mar, de Massiani. Cuarenta años después Blue Label logra recrear la manera de hablar del adolescente caraqueño del siglo XXI, que no es otra cosa que la acabada expresión de una manera de ver y sentir el contexto en el cual vive. Ese habla coloquial imbuido de groserías, anglicismos y formas propias, es no sólo la manifestación de una idiosincrasia, sino de una manera particular de entender el mundo y las relaciones con sus pares: “Tirar con Titina es como jugar dominó, ver televisión o ir al cine. Si estamos ladillados tiramos, cero peo. Los dos tripeamos, nadie se enamora y cada quien agarra por su lado. Es una relación sana”, revela el iconoclasta Luis Tévez. Igual que Massiani, el logro de Sánchez Rugeles no es incluir un glosario de imposturas juveniles, sino el de haber calcado, con naturalidad y fino humor, las formas de pensar, ser y percibir de un heterodoxo y heterogéneo grupo de jóvenes recién salidos y por salir del bachillerato.

La Venezuela de Blue Label es la de la llamada revolución bolivariana. Ese es el telón de fondo de las vidas de Eugenia Blanc, Luis Tévez, Vadier, Titina, Mel Camacho. Sus desgastadas carreteras y sus pueblos espectrales forrados de propaganda chavista son el espacio por el cual discurre el viejo Fiat Fiorino blanco que guía el periplo de Eugenia –narradora protagonista de la novela- hacia su abuelo francés: hacia la última esperanza de ser francesa e irse definitivamente del país.

En esa Venezuela se erige el whisky Blue Label (Johnny Walker) como un emblema del esnobismo y, particularmente, del nuevorriquismo propio de quienes ascienden socialmente por vías expeditas. (Alguna vez me comentó el profesor Orlando Albornoz, en medio de una entrevista, que esa cosa de llevarle la cuenta de los años al whisky era muy venezolana, y que en Londres, por ejemplo, la gente se contentaba con pedir en la barra un escocés). De ahí viene el nombre del libro, del ostentoso grito del “impresentable” tío Germán, ataviado con “cholas, gorra de Misión Ribas, short floreado, franela de Pdvsa”: “Aquí se bebe Etiqueta Azul”.

El país de Blue Label es, por lo tanto, el del conflicto y la violencia. Cuando Eugenia presencia en el Centro Comercial San Ignacio una emboscada con forma de cacerolazo y estrangulamiento a una diputada –probablemente Cilia Flores-, no puede evitar sentir cierto placer pero también una cosa parecida al espanto o al desprecio, que la lleva a hacer la apátrida sentencia del desarraigo, del que se sabe sin lugar, sin raíz, ajeno, distinto: “Es la verdad, tengo que irme de esta mierda”. Sentencia que algunos hemos proferido, a media voz o a todo pulmón, una tarde de toque de queda tácito o una mañana al ver la noticia del periódico o después de recibir una llamada fatal.

Hasta ahora he eludido, torpemente, la causa directa de mi resaca. Lo que ocurre es que, por un lado, lo más doloroso es aquello que cuesta poner en palabras y, por otro, que sobre lo que más conmueve de la novela no es mucho lo que pueda decirse sin estropearla a los ojos de quien no la haya leído todavía. En todo caso puede decirse eso, que la novela de Sánchez Rugeles es una novela dolorosa, aunque muy divertida casi todo el tiempo (el filoso humor es una constante, ya sea en el ingenio o la solemnidad de sus personajes, la peculiaridad de las situaciones o las referencias a la cultura pop nacional). El desarraigo cataliza la melancolía en quienes nos toca directamente, pero son otras cosas del relato, sus hilos secretos, su música (su Bob Dylan), lo que termina por devastarnos y dejarnos golpeados e insomnes al cerrar el libro, con la ardiente sensación de un trago en las rocas que en vez de refrescar, corroe el esófago. Puede decirse, también, que sobrecoge la hondura y la fugacidad –tratadas de forma magistral por Sánchez Rugeles- de los momentos y personas que pueden dejar una huella perenne en nosotros, sobre todo en la adolescencia, esa intensa y medio oscura etapa de la vida. “El infierno es la memoria”, nos dice en el futuro, con tanta razón, una Eugenia treintañera.

Con esta novela uno constata que su autor está conectado perfectamente con el espíritu de la época, pero también con esa instancia más universal e intemporal llamada alma humana. He ahí, a mi juicio, el gran valor de Blue Label / Etiqueta Azul. A pesar de todo, del dolor de cabeza, la náusea y la deshidratación… ¡salud!