Tengo en mi memoria el vivo recuerdo de la vez que, siendo niño, en medio de una fiesta familiar, me acerqué a una botella de cerveza con mucha curiosidad. Aquella botella de cerveza Polar, tipo Pilsen, de un marrón oscuro inconfundible, ejercía sobre mí una fatal atracción. En aquel momento mi padre conversaba con otros mientras dejaba caer su brazo holgadamente –postura que creo haber heredado– y en el extremo de su mano el reluciente vidrio, transpirante, maravilloso, me hacía llamados irresistibles. No sé qué edad tenía pero acerqué mi boca al orificio, sentí ese olor que luego reconocería mil veces en el estadio de béisbol, e intenté beber algo con ayuda de la otra mano. Rápidamente mi padre se percató, lo hizo público, y sentí las miradas y risas de todos mis tíos. No recuerdo si me avergoncé o qué sé yo, pero lo único que lamenté hondamente es que no pude probar aquel líquido que suponía amarillento dado que lo había visto una que otra vez en vasos plásticos.
Pronto logré mi primer trago de cerveza. No tengo recuerdos muy nítidos salvo la amarga y helada impresión que me causó en aquel momento. No podía encontrarle ciencia a ningún deleite en esos términos, o al menos eso creía. Sin embargo, con el pasar de los años pude capitalizar algunos tragos y me hice amigo de mendigar traguitos en reuniones familiares a mis tíos más irresponsables, o a mi papá y mi hermano mayor en el estadio de Barquisimeto, especialmente en los momentos de euforia en que Alexis Infante y Luis Sojo conectaban hits consecutivos y aparecía el batazo largo de algún pelotero importado, o incluso de Robert Pérez. Bueno, la verdad es que en esos momentos más que pedir tragos, sólo era preciso abrir la boca lo más grande que pudiera: alguna gota iba a caer acertadamente. Desde entonces, comencé a disfrutar que el equipo ganara juegos o hiciera muchas carreras –por encima de las entretenidas morisquetas de las mascotas de los equipos visitantes–, no tanto por la gloria del triunfo deportivo, sino por la pequeña gloria de ser bañado en cerveza. Honestamente, nunca he entendido a las personas que se quejan cuando las bañan en cerveza durante los juegos de béisbol. Ya no abro la boca, pero sigo disfrutándolo, al menos un poco.
Pero la primera vez que me tomé una cerveza entera, en realidad me tomé dos. Corría el año 1998, pero todavía no había comenzado el mundial de Francia. Yo tenía once años recién cumplidos y estábamos en sexto de primaria. Once años. De acuerdo con la leyenda familiar, once años tenía mi abuelo cuando dejó de ser el niño abandonado, fumador y bebedor que era antes de tomar el camino recto de la vida –por el que llegó a convertirse en un pediatra ejemplar–. En todo caso, a los once todavía tenía esperanzas de ser un buen hombre, a partir de los doce, claro. El niño que cumplía años se llamaba Damiano y era el amigo más osado que yo tenía. Además, era un donjuancito muy precoz que en los recreos les daba besitos a las niñas y les levantaba la falda, mientras yo me ensuciaba el uniforme cazando ranitas bebés con vasitos de la cantina. Él cumplía doce y su madre compró una caja de cerveza para los amiguitos de Damiano. Me tomé una y la disfruté tremendamente. Era mi primera cerveza completa en la vida. Intuitivamente, sabía que significaba algo importante. Era toda para mí, con toda su gélida amargura, con todo su delicioso olor a fermentación.
Tampoco recuerdo en cuánto tiempo me la tomé, pero eso sí lo atribuyo a que seguramente el etanol comenzó a surtir efecto en mi delicado organismo. De la segunda cerveza tengo aun menos recuerdos, pero sí algo de sus consecuencias. No sé en qué momento exacto empecé a dirigir miradas intensas a una niña que estaba sentada en la sala. Era una vecinita invitada, quizá un poco tímida. No lo sé, pero lo cierto es que pronto empecé a acercarme y decirle cosas y no sé qué propuestas. No logro visualizar las acciones concretas, pero al cabo de muy poco tiempo, ella estaba saliendo por la puerta principal, asustada, sin despedirse de nadie. Y yo salí tras ella. Empezó a acelerar el paso y pronto echó a correr, escapando de un niño loco que la perseguía corriendo. Un violador en potencia, pensaría. Corría despavorida hasta que llegó a su casa y no me dio oportunidades de nada. Creo que ahí detuve mi carrera y volví en mí. No sabía lo que estaba haciendo. Hubiera querido saber qué pasaba si la hubiera alcanzado. No me imagino qué hubiera hecho. Creo que nada. Mi precaria socialización sexual se limitaba a un intento de violación que me hizo una primita a los cuatro años, intento que se consumó de una u otra manera; pero no creo que estuviera pensando en eso. En eso ni en nada. Lo que había conocido tempranamente era el efecto desinhibidor del alcohol en el sistema nervioso central. Lo demás fue vergonzoso. Todavía llorando, la niña volvió a la fiesta con su mamá, quien venía a averiguar lo que pasaba. La mamá de mi amigo, un poco incrédula dada mi intachable conducta, se tuvo que acercar a mí para preguntarme. Damiano me pedía explicaciones riéndose. Hicieron que me disculpara. No tenía más opción y casi de golpe conocí al mismo tiempo el ratón moral. Ignoro si la niña se volvió a instalar en la fiesta. Más nunca la vi. No sé si hoy es una mujer normal, o me debe algún trauma. Siempre quise disculparme de nuevo y quién sabe si ganarle la carrera. La única imagen posterior al suceso que conservo es cuando, en medio de la penumbra y de la panameña sonoridad de algún predecesor del reggaetón, irrumpió en la sala el padrastro de Damiano para llevárselo porque había tomado demasiado y estaba bueno ya. Lo cargó en sus brazos y mi abatido amigo se despidió de todos con los ojos entreabiertos, una sonrisa y los dedos índice y medio de la mano derecha haciendo el emblemático gesto de la paz.
—¿Cuántas se tomó? –alcancé a preguntar.
—Ocho –contestó alguien, y constaté que era mi ídolo.
Aquellas dos cervezas –mis humildes dos– me enseñaron que el alcohol era un placer que también relajaba los preceptos morales. Y aunque no aproveché eso para reintentar sobrepasarme con las niñas, sí reorienté esas fuerzas hacia otros tipos de socialización como la payasería. Con eso, llegué a admitir que el alcohol era divertido, creencia que he reforzado con el paso del tiempo, de algunas fiestas y otras lecturas.
Después de esa experiencia, hubo algunas aisladas y poco significativas. La cosa empezó a tomar cuerpo con la llegada más formal de la adolescencia, y los desgarrados enamoramientos que esa turbulenta edad implica. Nunca olvidaré el despecho que me causó la rebotada de la Beatriz de aquellos años, cuando me dijo –palabras, palabras menos– que me quería como un amigo. Eran los años de la maravillosa, transparente y cristalina aparición de la Polar Ice –mi cerveza preferida hasta que me hice amante de la Solera verde–. Sin embargo, esa terrible tarde me fui con mi amigo Werner a su casa –no podía llegar a la mía–, pero antes de abordar un taxi, pasamos por una licorería y compramos entre los dos, con mucho esfuerzo, una botella de Something Special, para ahogar nuestras penas. Había llegado a doble A. Estaba a las puertas de las grandes ligas, pero ese ascenso no iba a llegar todavía.
Fue inolvidable llorar abrazado a una botella y decir disparates en la madrugada. No llegaba a los catorce, pero ya había experimentado un despecho etílico, como los de la gente grande. Y cómo lo sufrí. Ahí fue cuando entendí que el alcohol también está asociado al dolor.
Los años 2001 y 2002 estuvieron llenos de fiestas de quince años. Mis amigotes y yo siempre lográbamos hacernos de las botellas de Etiqueta Negra. Era de mucha utilidad darles cinco mil bolívares a los mesoneros, pero en varias oportunidades me tocó sacar botellas de whisky, casi enteras, por contrabando en cómodas botellitas plásticas de agua mineral. Había que verterlas con mucho cuidado en lugares oscuros o mientras se bailaba el valse, a escondidas de todos y luego transportarlas hacia la salida envueltas en chaquetas o dentro de carteras aliadas, para ir a bebérnoslas a otro lugar.
Yo sufrí el paro de diciembre de 2002 porque no pude saborear una puta Polar hasta febrero de 2003. Por fortuna conocí la Heineken, la Bud Ice y la Corona, pero luego tuve que aceptar, a dos mil quinientos bolívares, la burla de un guarapo colombiano con pretensiones de cerveza llamado El Águila. Durante esas tristes navidades, nos tocó beber anís Cartujo en la cancha de la urbanización de un amigo –desde la cual, tendidos en el suelo, podíamos ver estrellas fugaces–, y a falta de solvente y por no querer tomarlo puro, un vecino fue a su casa y regresó con papeletas para hacer jugos artificiales. Lo que hicimos fue girar la tapa de la botella, verter todo el polvo dentro, volver a tapar, batir fuertemente y ya teníamos un coctel bastante económico. Nunca había vomitado tanto como hasta ese día detrás de las gradas, un día de los inocentes, por cierto.
Quinto año de secundaria fue el año del ron Superior, que de superior tenía muy poco porque no podía estar por encima de nada en la vida. A éste se unieron, aunque siempre en segundo plano, el Ventarrón, el Coconís y uno que otro Bacardí de muy bajo nivel. Para aquellos años Pampero era un privilegio y Cacique un lujo extraordinario. Con esfuerzo, arañando nuestras mesadas, podíamos llegar eventualmente a un buen Santa Teresa. Quinto año fue el año de los excesos diarios, de las mezclas de esos elíxires. Fue el año en que me fui un día a la playa con tres amigos, y cada uno llevaba una caja de Polar Ice para sí. Todavía recuerdo la molesta sensación del oleaje cuando se está intoxicado. Quinto año fue el año en que llegué ebrio a una clase, el mismo en que llegué ebrio, y con cerveza en mano, al punto de partida de una excursión de Ciencias de la tierra y no me permitieron abordar el autobús por mi estado.
En Caracas aprendí a valorar el vodka, pero seguí tomando cerveza. Conocí los tobos, conocí el tercio y esa manera un poco rara de echarle limón a la cerveza que tienen en la gran ciudad, pero ya yo había probado un empalagoso experimento llamado Vox y no quería repetir una experiencia como esa en mi vida. Aprendí a degustar Chivas Regal y Old Parr, pero me volví fanático de la Solera verde, sólo comparable en Venezuela a la tradicional cerveza –llamada Kr o con plomo en alusión a las modalidades paupérrimas– y a la que producen en la Colonia Tovar. Nunca me ha gustado la Brahma Chope, ni la Light. No me gusta la Regional en ninguna de sus modalidades. A pesar de su extraño sabor a manzana, llegué a admitir una edición especial llamada Regional X, pero fue desterrada del mercado pronto. Mi lealtad a Polar es una cuestión sagrada.
Yo que leo en la Ilíada a esos griegos libando sabroso vino casi por cualquier motivo, y el vino que empieza a (re)cobrar auge en Caracas, o en mi vida. Se puso de moda o no sé qué, pero empecé a darle un valor inusitado al derivado del fruto de la vid, al vino tinto siempre por encima del blanco y cualquier espumante. Renegué un poco de mi pasado, o al menos juré que nunca más tomaría Superior, Carta Roja, o alguno de esos brebajes lavagallos. Le agarré cariño al vino por su bouquet, por sus sabores, por sus finales y consistencias. Lo quise mucho hasta que luego de una deliciosa velada, amanecí con el dolor de cabeza más infame que he padecido alguna vez. La resaca se prolongó hasta la noche e implicó tres vómitos con arcadas tan profundas que me reventaron algunos vasos sanguíneos alrededor de los ojos.
Por eso, dado que la resaca no puede ser sino una forma vil que tienen los otros dioses para castigar al bueno de Dionisos, en lugar del vino, prefiero las exquisiteces salidas del ágave, léase tequila y cocuy larense, magníficas aguas ardientes que tienen la maravillosa ventaja –el cocuy más que el tequila, siempre que sea artesanal– de no generar eso que no sé bien por qué se llama ratón.
Aquí en Caracas es donde he crecido espiritual y etílicamente. Creo firmemente que algunos licores son como la buena literatura: amargos y difíciles, pero valiosos en sí mismos. Hay que refinar el gusto para encontrar el valor en elíxires distintos, pero para mí la cerveza seguirá siendo igualmente valiosa, por su sabor; por su vocación refrescante y seguramente también por eso que llaman tradición. ¿Por qué bebemos? Acaso porque además de conectarnos con el agua y el fuego a la vez –por eso lo de aguardiente–, hace falta sentir esos sabores en la boca y relajar los preceptos morales, subir la voz de vez en cuando, reírse un poco más de sí mismo y de los demás, trasladarse a otro plano y, si no hay opción, pagar las consecuencias al día siguiente.
Pero de todo, lo que más me emociona es estar en el estadio, mirar el piso inmundo, sucio de cáscaras de maní, con chapas incrustadas, y escuchar el melodioso pregón. Polarr, Polarr, Polarrrrrr.
Publicado en Relectura: http://www.relectura.org/cms/content/view/800/43/
1 comentario:
Que buenas Anécdotas, de verdad hice un viaje por todo mi historia etílica al leer esto Ricardo sigue así !!! Mil Éxitos y Que Dios te bendiga!!
Tu ex-compañero de clases y amigo
Gustavo Meza
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