Acabo de terminar de ver Breaking Bad. Nunca me había
atrapado de esa manera una serie. Para mí, los grandes artistas son aquellos
capaces de brindarnos un fragmento de nosotros mismos, acaso en un gesto o un
amago de eso que llamamos condición humana. Vince Gilligan y Bryan Cranston lo
lograron. Y si algo nos define como especie es precisamente la ambigüedad, la
paradoja, la contradicción. ¿Quién puede ser rotundamente bueno o rotundamente
malo? Pero esos asuntos morales tan tratados por filósofos y teólogos alcanzan
mayor nitidez en las historias de esos novelistas y directores que nos ponen en
frente de nuestros propios quiebres y fisuras. Esos personajes ficticios como
Raskólnikov o Walter White nos ayudan, creo, a entendernos como seres humanos;
a ser más justos, incluso. Son personajes ejemplares no en el sentido de que
debamos seguirlos como modelos de conducta, sino en el sentido más llano del
término: son ejemplo de lo que somos capaces de hacer si ocurriera en nosotros
un desbalance o nos raptara por completo una idea. Lo mejor de la serie es que,
como en la vida, nadie, o casi ninguno de sus fascinantes personajes, se salva
de hacerle concesiones a la maldad, de caer en la tentación. Por suerte...
Creo que voy a extrañar mucho Breaking Bad. Larga vida, Mr.
White.