Luego de echar gasolina cerca de las 9:00 pm me dirigía a mi casa en Santa Mónica. Sonaba una canción de Yordano en el reproductor cuando llegué al portón. Me bajé a abrir y me volví a montar. Entré, apagué el carro, metí el tranca-palanca y estaba recogiendo mis cosas con la puerta entreabierta en el momento en que llegaron dos jóvenes con “buena presencia” –como se dice en los clasificados- instándome a cooperar, pistola de por medio:
-Bájate tranquilito. No subas las manos.
Mientras los veía saliendo silenciosamente, sólo pensaba en lo inverosímil que parecía que me robaran el carro por segunda vez en diez meses. Pero al cabo de 15 minutos, también en contra de las probabilidades, ya nos habían indicado por teléfono que el vehículo estaría frente a la Plaza O´Leary. Poco después de las 10:00 pm me fui en una patrulla con tres policías y lo rescatamos. De regreso a la jefatura, me encontré a mi hermano hablando con un inspector parecido al Ño Pernalete de
Doña Bárbara, que planteaba dos alternativas: o formulábamos la denuncia y dejábamos el vehículo a merced del Ministerio Público, o “colaborábamos” con ellos y nos lo llevábamos esa misma noche.
-Usted comprenderá que no tenemos mucho dinero… -le dije- ¿300 está bien?
-Lo que ustedes puedan, pero con 300 el jefe –siempre hay un jefe imaginario- me va a dar una patada por el culo –dijo el inspector con toda elegancia.
-Les dejamos 300 ahora y mañana le damos 700 para llegar a 1000 –saltó mi hermano ya obstinado-, y así no nos exponemos a sacar plata en telecajeros a esta hora…
-No, pero si para eso estamos nosotros… ¡Los escoltamos!
Y así fue. Nos custodió un policía en los tres cajeros que tuvimos que visitar para completar los 700 restantes y, una vez entregados, pudimos llevar el carro de vuelta a casa.
Como es evidente, en este cuento no hay moralejas ni lecciones de ética, pero sí hay cosas qué apuntar. Algún sensato lector bien podría criticar cualquier cooperación con la corrupción. Sin embargo, creo justo señalar que este tipo de corrupción es el indicio de un problema mayor. Considerando algunos testimonios, incluido el de un conocido que en un año no ha podido sacar su carro de Fiscalía, uno tiene la certeza de que los carros que allí entran no sólo tardan mucho en salir, sino que son desvalijados por las mismas autoridades.
Hay una crisis ética de la que el ciudadano parece prácticamente obligado a formar parte. Hacer las cosas bien -además de parecer un acto pedante, como ironiza Cabrujas- puede suponer ir en contra de sí mismo. La indefensión de un ciudadano lo obliga a preferir saltar las reglas conjuntamente con el Estado. La situación no admite ligerezas, pues detrás de todo hay una grave insatisfacción de los funcionarios públicos que pasa por una falla vocacional y, desde luego, por la insuficiencia de los salarios; todo lo cual conduce a que el oficial, en lugar de dedicarse a la ciudadanía, viva constantemente tras un “rebusque”, ya sea matraqueando, desarmando vehículos para vender las piezas o hasta pactando con el hampa.
De mi parte, el carro está oculto en un garaje. Huyo de los ladrones, de los policías y acaso termine huyendo de mí mismo.