viernes, 15 de agosto de 2014

La enseñanza de Mr. White

Acabo de terminar de ver Breaking Bad. Nunca me había atrapado de esa manera una serie. Para mí, los grandes artistas son aquellos capaces de brindarnos un fragmento de nosotros mismos, acaso en un gesto o un amago de eso que llamamos condición humana. Vince Gilligan y Bryan Cranston lo lograron. Y si algo nos define como especie es precisamente la ambigüedad, la paradoja, la contradicción. ¿Quién puede ser rotundamente bueno o rotundamente malo? Pero esos asuntos morales tan tratados por filósofos y teólogos alcanzan mayor nitidez en las historias de esos novelistas y directores que nos ponen en frente de nuestros propios quiebres y fisuras. Esos personajes ficticios como Raskólnikov o Walter White nos ayudan, creo, a entendernos como seres humanos; a ser más justos, incluso. Son personajes ejemplares no en el sentido de que debamos seguirlos como modelos de conducta, sino en el sentido más llano del término: son ejemplo de lo que somos capaces de hacer si ocurriera en nosotros un desbalance o nos raptara por completo una idea. Lo mejor de la serie es que, como en la vida, nadie, o casi ninguno de sus fascinantes personajes, se salva de hacerle concesiones a la maldad, de caer en la tentación. Por suerte...

Creo que voy a extrañar mucho Breaking Bad. Larga vida, Mr. White.

lunes, 23 de junio de 2014

Venezolanamente feliz...

Ayer fue para mí un día venezolanamente feliz. Al mediodía encontré desodorante de barra. No podía creer que le daría descanso a la marca de desodorante de bolita que me vi obligado a usar por primera vez en mi vida (debo “administrar mi victoria”, pues seguramente lo retomaré en cualquier momento). Al final de la tarde, en medio de una fenomenal tranca causada por el tiroteo del Eurobuilding, no me dejé robar el celular por unos motorizados que me golpeaban el vidrio amenazándome de muerte. Lo viví como una proeza de la cual, pasado el susto, tendré que sentirme orgulloso, supongo... De vuelta a casa, entré a un supermercado y, como tocado por la buena fortuna, encontré que había pasta Capri (tornillitos, mi favorita), y por supuesto no la dejé de llevar aunque iba sólo por queso… De modo que no puedo quejarme: fue un día lleno de conquistas, pequeños triunfos y auténticas alegrías. Luego la gente se pregunta cómo es que Venezuela es uno de los países más felices del mundo… Mi problema tal vez sea que sólo quiero una vida normal.

martes, 9 de abril de 2013

Reconciliación

Por Luis Miguel Andrade Fernández


Quiero dirigirme especialmente a mis tíos y tías, primos y primas y a algunos viejos amigos y conocidos que actualmente se identifican con el chavismo, y me atrevo a hacerlo porque sé que son genuinos y honestos, y no tarifados ni "enchufados"...


Yo entiendo lo que representó el fallecido presidente Chávez para ustedes, porque sé que su discurso sabía colarse entre las buenas personas que creen en la igualdad y en la inclusión social, aunque en la realidad se quedó, a mi modo de ver, en el simple discurso. Pero en todo caso, quizá, ya eso quedó en el pasado porque él ya no está. Murió, lamentablemente, porque pienso que merecía otro final...
Lo que me interesa es buscar en ustedes la verdad, y me baso en el hecho de que los conozco, sé de sus principios y valores, tanto individuales como familiares, sé de su amor por la vida, por el trabajo, por este país, y porque sé que creen en DIOS...

Y porque sé esto, no logro entender por qué ahora apoyan y aúpan la idolatría a falsos dioses; por qué siguen a unas personas que se suponían eran los verdaderos responsables de los innumerables y repetidos desaciertos del gobierno; por qué suscriben el secretismo y las mentiras con que fue manejada la enfermedad y muerte del presidente; por qué protegen manifiestos actos de corrupción, peculado, malversación de los recursos públicos; y sobre todo, lo más importante, por qué creen que el país puede mejorar con las mismas personas que lo han gobernado en los últimos 14 años, dejando un saldo en contra de hampa desatada e impune, desabastecimiento, devaluación de la moneda, pésimas políticas sanitarias, pobreza y marginalidad -aun con enormes ingresos petroleros- y, principalmente, división y odio entre compatriotas.

Familia, amigos: apelo a su buen juicio y sobre todo a que sé que son buenas personas. Es el momento de reconciliarnos como hermanos que somos, que debemos querer lo mejor para todos y por ende, para nuestro país.
No sólo es por nosotros... ¡es por nuestros hijos! ¡Un abrazo!

viernes, 5 de octubre de 2012

El país reclama


Por Luis Miguel Andrade Fernández

     Hace catorce años publiqué en un diario regional un artículo llamado EL PAÍS RECLAMA, movido entonces por la frustración, la rabia, la impotencia y la tristeza de ver cómo mi país era dirigido por una clase de políticos, que yo creía que eran corruptos y desalmados, que robaban y estafaban los sueños de los venezolanos, y justamente por eso se dio impulso a una clase de líderes "antipolíticos", supuestamente libres de todos los vicios del pasado... Y muy probablemente en los primeros había efectivamente personas corruptas y desalmadas, que merecieron haber sido juzgadas y condenadas y que no lo fueron. En lugar de ello, para apoyar a la antipolítica, se reivindicó la subversión y se condenó a la democracia...

     Yo escribía "...el país reclama que sus hombres saquen la cara por él...". Ha pasado el tiempo, he crecido, he madurado y he visto cómo se han vulnerado hasta los principios más elementales del sistema democrático; he visto cómo se ha malgastado el dinero de la nación (mucho más que aquellos famosos 250 millones de bolívares de antes); he visto cómo el sistema de salud se ha deteriorado hasta lo impensable; he visto cómo se ha querido (y logrado) dividir a los venezolanos; he visto cómo se compran conciencias y he visto cómo se manipula y engaña deliberadamente a un pueblo que creyó, que aún cree y que insólitamente, a pesar de todo, seguirá creyendo... Creyendo en un discurso que es sólo eso: un discurso.

     Así que, amigos, tenemos ante nosotros la oportunidad de frenar la caída libre que lleva Venezuela en ese barranco que se autodenomina Socialismo del siglo XXI, sistema político en el que se enriquecen, desvergonzadamente, personas que antes no tenía ni dónde “caerse muertos”, según revelaban ellos mismos; un sistema avalado por figuras del deporte y la farándula (nacional e internacional) A PESAR de ganar salarios en moneda extranjera, vivir fuera del país y gozar de beneficios no destinados al resto del soberano; un sistema en el cual conocidos, amigos y familiares justifican medidas de represión hacia estudiantes, persecución a los gremios (como a los médicos), cierre de canales de TV, presencia de “focas” en la Asamblea Nacional, el TSJ, la Fiscalía, etc, etc; y un país del  cual muchos, incluyéndome, hemos pensado seriamente (otros sí lo materializaron) emigrar...

     Entonces, pienso, hoy el país reclama mucho más que hace catorce años. Reclama que tú, que yo, que todos saquemos la cara por él. En nosotros está decidir el camino que tomará Venezuela, el camino por donde nuestros hijos caminarán. Si en verdad los países progresan, entonces ¡que la búsqueda del progreso sea nuestro norte!
¡POR FAVOR, VOTA!

viernes, 13 de abril de 2012

Resaca con Blue Label



Tarde llegué al banquete con Blue Label / Etiqueta Azul (Eduardo Sánchez Rugeles, 2010). Necesité una apendicitis y un reposo postoperatorio para retomar -o sea, re beber- la lectura que hacía unos meses había comenzado con avidez pero que tuve que interrumpir por razones seguramente absurdas. Me acerqué con inocencia a la botella y empiné los codos sin prever que, a pesar de su noble talante y los 21 años de añejamiento, me produciría una resaca casi letal.

Ya el mismo autor ha relacionado su novela con Piedra de mar, de Massiani. Cuarenta años después Blue Label logra recrear la manera de hablar del adolescente caraqueño del siglo XXI, que no es otra cosa que la acabada expresión de una manera de ver y sentir el contexto en el cual vive. Ese habla coloquial imbuido de groserías, anglicismos y formas propias, es no sólo la manifestación de una idiosincrasia, sino de una manera particular de entender el mundo y las relaciones con sus pares: “Tirar con Titina es como jugar dominó, ver televisión o ir al cine. Si estamos ladillados tiramos, cero peo. Los dos tripeamos, nadie se enamora y cada quien agarra por su lado. Es una relación sana”, revela el iconoclasta Luis Tévez. Igual que Massiani, el logro de Sánchez Rugeles no es incluir un glosario de imposturas juveniles, sino el de haber calcado, con naturalidad y fino humor, las formas de pensar, ser y percibir de un heterodoxo y heterogéneo grupo de jóvenes recién salidos y por salir del bachillerato.

La Venezuela de Blue Label es la de la llamada revolución bolivariana. Ese es el telón de fondo de las vidas de Eugenia Blanc, Luis Tévez, Vadier, Titina, Mel Camacho. Sus desgastadas carreteras y sus pueblos espectrales forrados de propaganda chavista son el espacio por el cual discurre el viejo Fiat Fiorino blanco que guía el periplo de Eugenia –narradora protagonista de la novela- hacia su abuelo francés: hacia la última esperanza de ser francesa e irse definitivamente del país.

En esa Venezuela se erige el whisky Blue Label (Johnny Walker) como un emblema del esnobismo y, particularmente, del nuevorriquismo propio de quienes ascienden socialmente por vías expeditas. (Alguna vez me comentó el profesor Orlando Albornoz, en medio de una entrevista, que esa cosa de llevarle la cuenta de los años al whisky era muy venezolana, y que en Londres, por ejemplo, la gente se contentaba con pedir en la barra un escocés). De ahí viene el nombre del libro, del ostentoso grito del “impresentable” tío Germán, ataviado con “cholas, gorra de Misión Ribas, short floreado, franela de Pdvsa”: “Aquí se bebe Etiqueta Azul”.

El país de Blue Label es, por lo tanto, el del conflicto y la violencia. Cuando Eugenia presencia en el Centro Comercial San Ignacio una emboscada con forma de cacerolazo y estrangulamiento a una diputada –probablemente Cilia Flores-, no puede evitar sentir cierto placer pero también una cosa parecida al espanto o al desprecio, que la lleva a hacer la apátrida sentencia del desarraigo, del que se sabe sin lugar, sin raíz, ajeno, distinto: “Es la verdad, tengo que irme de esta mierda”. Sentencia que algunos hemos proferido, a media voz o a todo pulmón, una tarde de toque de queda tácito o una mañana al ver la noticia del periódico o después de recibir una llamada fatal.

Hasta ahora he eludido, torpemente, la causa directa de mi resaca. Lo que ocurre es que, por un lado, lo más doloroso es aquello que cuesta poner en palabras y, por otro, que sobre lo que más conmueve de la novela no es mucho lo que pueda decirse sin estropearla a los ojos de quien no la haya leído todavía. En todo caso puede decirse eso, que la novela de Sánchez Rugeles es una novela dolorosa, aunque muy divertida casi todo el tiempo (el filoso humor es una constante, ya sea en el ingenio o la solemnidad de sus personajes, la peculiaridad de las situaciones o las referencias a la cultura pop nacional). El desarraigo cataliza la melancolía en quienes nos toca directamente, pero son otras cosas del relato, sus hilos secretos, su música (su Bob Dylan), lo que termina por devastarnos y dejarnos golpeados e insomnes al cerrar el libro, con la ardiente sensación de un trago en las rocas que en vez de refrescar, corroe el esófago. Puede decirse, también, que sobrecoge la hondura y la fugacidad –tratadas de forma magistral por Sánchez Rugeles- de los momentos y personas que pueden dejar una huella perenne en nosotros, sobre todo en la adolescencia, esa intensa y medio oscura etapa de la vida. “El infierno es la memoria”, nos dice en el futuro, con tanta razón, una Eugenia treintañera.

Con esta novela uno constata que su autor está conectado perfectamente con el espíritu de la época, pero también con esa instancia más universal e intemporal llamada alma humana. He ahí, a mi juicio, el gran valor de Blue Label / Etiqueta Azul. A pesar de todo, del dolor de cabeza, la náusea y la deshidratación… ¡salud!

lunes, 11 de julio de 2011

Cuando se abandona un blog...

Cuando se abandona un blog es como cuando se deja a un niño huérfano, o a un perro sin amo… O tal vez, para ser menos dramáticos, es como cuando se renuncia al kárate, al gimnasio o a las clases de piano. Sí. Puede que la cosa se parezca a ese tipo de renuncias, presuntamente reversibles. Presuntamente.

En mi caso ya se está haciendo casi recurrente: termino alejándome de las cosas que más quiero y no llego a saber por qué. Eso cansa y duele.

A veces nos pasan cosas que nos sacuden hasta la perplejidad. Perdemos seres que amamos, se van de nuestras vidas y nos quedamos desnudos, abandonados, boquiabiertos. A veces, mientras flotamos con los brazos extendidos y las piernas extendidas, como crucificados en el mar, de frente al cielo, recibiendo la tibia caricia del sol, justo cuando a los oídos sólo nos llega un suave rumor de mar, respiración y latido, en ese momento, justo ahí, a veces llega una ola inmensa que nos sacude y revuelca. Nos golpeamos la cabeza con una piedra, nos raspamos las piernas, pisamos un erizo, tragamos arena y sal, un palo nos roza y se clava en el pecho, y seguimos agua abajo, revolcados. En algún momento, con algo de suerte, saldremos a la superficie, a respirar aire y no agua. Tal vez sea preciso impulsarse y nadar hacia arriba, de tan hondo que hemos tocado. Tal vez.

Ningún revolcón de ola justifica el abandono del blog. No es mi intención justificar el silencio (entre otras cosas porque el silencio no es algo sobre lo que uno deba apenarse o presentar excusas). Al contrario. El revolcón que me hizo callar también me lleva a escribir. Y eso tal vez quiere decir que lo estoy pasando. El revolcón, digo.

Cuando se abandona un blog se hace sin saberlo muy bien. Pero hoy he sentido la necesidad de hacer un intento por rescatarlo de ese cementerio de elefantes que ocupan los miles de millones de blogs muertos, de palabras jamás leídas, de gavetas imaginarias y papeles empolvados. He decidido reanimarlo, y reanimarme. Esto no es la promesa de un regreso mediocre o triunfal. Es apenas un post, un derecho de palabra. Sólo eso.


jueves, 23 de septiembre de 2010

Reportear para el placer

Una tímida aproximación al "periodismo literario", "la literatura periodística", viceversa y todas las anteriores

Lo literario es una categoría a la que se accede..
Esto indica que se "sube" hasta ella, y yo quiero,
al escribir, quedarme donde estoy, no "levantarme".
Por eso me irrita "hacer literatura".
¿El asunto no es más bien "bajar"?
Rafael Cadenas, Anotaciones, 1983.






A veces definir no sirve para nada: no hace falta saber qué significa el amor cuando basta con sentirlo; tampoco es necesario conocer el concepto de guerra cuando basta y sobra con vivirla segundos apenas, tampoco el de pobreza o el de despecho. Sin embargo, otras veces urgen las definiciones. Tal vez sea necesario, por ejemplo, un tímido intento que nos lleve a tener una idea, aunque sea vaga, acerca de aquello que se ha convenido en llamar –quién sabe si con acierto- periodismo literario.

No es poco lo que se ha dicho sobre las afinidades y divergencias entre el periodismo y la literatura. Se sabe del rol que, desde la Ilustración, ha jugado la prensa escrita -y el periódico- como vehículo de ideología y expresividad. Se conoce el aporte de aquellas crónicas de Darío, Martí, y Gutiérrez Nájera –aquella “literatura bajo presión”- que dieron forma al modernismo como movimiento literario. También es consabida la polémica que, por los años sesenta del siglo pasado, levantaron los periodistas –Tom Wolfe y compañía- que acuñaron la nomenclatura del “Nuevo periodismo”, en medio del prurito de los cultores de la doctrina de la objetividad, por un lado, y del descontento de los escritores reacios a aceptar “intrusos” en el Olimpo literario, por otro.

Para desarrollar esta tímida aproximación habría que empezar por un sutil cuestionamiento del concepto y una breve revisión del asunto de fondo. Advierte María Fernanda Palacios que “una preocupación excesiva por la ‘comunicación’ y la ‘información’ ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua y –agrega- un habla estereotipada es hoy patrimonio de los tecnólogos, los periodistas y los intelectuales” (Sabor y saber de la lengua). En la misma dirección apunta Carlos Monsivaís cuando acusa que la tecnificación del periodismo comienza en nuestras aulas: “En la enseñanza de la comunicación pasan a tercer término, si les va bien, la información literaria y el deseo de escribir bien. Informar ahora es usar a fondo la tecnología, no el idioma, y las ventajas de la inmediatez extrema ocupan todo el espacio. Se pierde, si lo hubo, el interés específico por la escritura. Se debilita la ambición de poseer un lenguaje variado y con matices” (“¿Qué es escribir bien?”).

Empezaríamos diciendo, entonces, que lo que más debe importarnos al momento de definir el “periodismo literario” que hoy nos toca ejercer no es otra cosa que el trabajo a fondo con el idioma. Contribuir con la “quiebra de la lengua” es –que no nos quepa la menor duda- la negación del oficio periodístico. El trabajo con el idioma es ese que, según Martí, debe ser “matemático, geométrico, escultórico”. Todo periodismo –más aún el que tenga complejo de literatura- está obligado a trascender ese “habla estereotipada” y reivindicar esos “matices” extraviados.
“En las palabras –nos dice Martí-, hay una capa que las envuelve, que es el uso: es necesario ir hasta el cuerpo de ellas. Se siente en este examen que algo se quiebra, y se ve lo hondo. Han de usarse las palabras como se ven en lo hondo, en su significación real, etimológica y primitiva, que es la única robusta, que asegura duración a la idea expresada en ella” (Crónicas). Quitar la capa y llegar a ese cuerpo, usar las palabras como se ven en lo hondo, es lo único que garantiza esa otra vigencia que no es la de los hechos. ¿Por qué se sigue leyendo “El puente de Brooklyn” si no es por la calidad de esas palabras y de esas imágenes? Un periodismo concebido para ser leído –que no para ser engullido- debe procurar el cuidado artesanal de la palabra y, más aún, debe estar esmerado en devolverle al idioma el color y el sabor que la cultura de masas se empeña en opacar.

De ahí que un periodismo que se precie de “literario” debe transpirar un estilo. “En cada artículo debe verse la mano enguantada que lo escribe, y los labios sin mancha que lo dictan”, sugiere Martí. Esto es, un periodismo con voz, con tono propio. Nada de esto puede confundirse con el embellecimiento de la palabra, la afectación o el divismo de un yo megalómano, pues nada más ajeno al periodismo literario, cuyo punto de partida lo constituyen el respeto por el idioma y el compromiso con la realidad.

De forma recíproca, el uso respetuoso del idioma tiene como correlato la gratitud y la gratificación del lector. Aun cuando muestre una cara horrenda de la humanidad, el buen periodismo literario siempre genera placer en ese lector que agradece ser agradado. Pues, así como es improbable una literatura sin juego ni goce, del mismo modo es inviable un periodismo exento de esa fuerza que tiene lo lúdico.

Ahora bien, el placer es sólo una parte –constitutiva, eso sí- de su esencia. Lo demás viene dado por la capacidad de contar historias con sensibilidad e inteligencia: de profundizar en la psique del hombre y de ir al fondo de las situaciones.
Todo esto pasa por ampliar el sentido convencional de la realidad. La realidad es mucho más amplia y compleja que un montón de cifras, está más cerca de nosotros que lo espectacular y abarca la imaginación. Este tipo de periodismo trasciende el dato para internarse en lo humano, y asirse del filón extraordinario de lo aparentemente ordinario. El buen periodista, como el buen poeta, sabe poner su ojo en lo aparentemente intrascendente, lo que está en los trastos, en los escombros, detrás de la noticia. Esto lo dice mejor Alberto Salcedo Ramos, periodista colombiano, con una imagen elocuente: “Muchos reporteros siguen pensando que el número de muertos es lo único cierto y relevante de un accidente aéreo. ¿Y qué hacemos, por Dios, con ese libro contrahecho que apareció entre los escombros del desastre, y cuyo título inquietante era El último vuelo?” (“Las dos habitaciones de la casa”). Ante eso, un periodista no pueda voltear la mirada. Sencillamente no puede evadir la responsabilidad de contar la historia a la que tiene acceso. Si lo hace bien o mal, si merece o no inscribir su nombre con letras doradas en el parnaso, será juicio de la comunidad de lectores.

¿Y qué, si no es buscar en los escombros, es lo que hace Truman Capote al fijar su mirada en una noticia de 2.000 caracteres sobre el asesinato de una familia habitante de un modesto pueblo del lejano estado de Kansas? El hecho es sólo un punto de partida. Gracias a una investigación exhaustiva, Capote reconstruye esa historia –y tantas otras que se derivan- para darle a sus lectores una “novela de no ficción” que habla de ese crimen y de todos los crímenes a la vez. Lo mismo hace García Márquez cuando traza una radiografía del conflicto social de una Colombia gobernada simultáneamente por el Estado, la guerrilla y el narcotráfico, o cuando nos cuenta la hazaña de un cineasta expatriado que, con otro nombre y otro rostro, se cuela en su Chile natal para filmar un documental en tiempos de Pinochet. ¿O qué hace Kapuscinski cuando se interna en la cotidianidad de los pueblos africanos si no es darle una dimensión más justa a sus procesos históricos a partir de las comunidades? Ellos van más allá de lo evidente. Indagan. Se llenan de barro, se sumergen y vuelven con los detalles.

Earle Herrera es enfático al señalar que en este tipo de periodismo “no se escribe ‘la muchacha gritó’ sino que el grito está en la escritura, estalla en la página” (“El reportaje, el ensayo”). Son los detalles de una historia particular los que pueden dar cuenta cabalmente de un asunto general. Tomás Eloy Martínez lo refería de modo muy claro: “Cuando leemos que hubo cien mil víctimas en un maremoto de Blangadesh el dato nos asombra, pero no nos conmueve. Si leyéramos, en cambio, la tragedia de una mujer que se ha quedado sola en el mundo después del maremoto y siguiéramos paso a paso la historia de sus pérdidas, sabríamos todo lo que hay que saber sobre ese maremoto y todo lo que hay que saber sobre el azar y sobre las desgracias repentinas”(“Periodismo y narración”) . ¿Cuántas historias no dejó el deslave de Vargas? El periodismo literario puede partir del asombro, pero no se conforma con asombrar; su esencia expresiva persigue conectarse con el alma del otro. Es importante informar y comunicar, sí, pero si no se roza el misterio, si no se mueve en el lector otras fibras menos cognitivas e intelectuales, entonces no se ha logrado nada.

Más allá del talento y la disciplina que exige, el periodismo literario es emoción. Cómo contar, si no es desde la emoción y con emoción, la historia de unos mineros sepultados 700 metros bajo tierra que, tras dieciocho días de silencio, logran decirle al mundo que están vivos con un mensaje escrito con tinta roja y pulso vivo: “Estamos bien en el refugio, los 33”. Intentemos prever ahora el testimonio que llevarán esos mineros chilenos cuando salgan a la superficie luego de haber vivido cuatro meses en el inframundo, como sometidos a un experimento de los dioses. ¿Cómo serán esas emociones?, ¿cómo serán esas imágenes?

A propósito de las imágenes, Salcedo Ramos lanza esta denuncia dirigida a los escritores: “deben dejar de comportarse como si fueran los únicos dueños de la posibilidad de construir imágenes, crear atmósferas, utilizar escenas, manejar el punto de vista y hacer sentir su voz personal en el relato”. Los periodistas no sólo somos capaces de construir imágenes y todo lo demás, sino que somos corresponsables directos en la arquitectura del imaginario colectivo, y eso es una oportunidad que hay que saber aprovechar. El periodista tiene que usar la imaginación en tiempos en que ésta ha quedado, al decir de María Fernanda Palacios, “relegada al jardín de infancia, a las clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía”. No se trata de inventar nada –no puede haber voluntad ficcional-, sino de recuperar el valor metafórico de la realidad. ¿Cómo? A través de la lengua, que es la única materia con que trabaja el periodista.

De ese modo, recobrando las imágenes de la realidad y del idioma, el periodismo literario subvierte el status quo con creatividad; se rebela frente al largo tiraje de una prensa que, con sus cápsulas informativas, suele caer en el vicio de dirigirse exactamente a quien no lee. Gracias al poder liberador de la lengua, las voces que resuenan en el periodismo literario son, justamente, las que se rebelan ante el poder político, económico y mediático, para hablarle al mundo acerca de lo real, eso que está debajo del artificio y que a veces se empeña en ignorar.

El periodista nunca cierra la ventana que da al patio de lo real. Su trabajo está signado por la referencialidad y temporalidad. Es decir, se refiere a algo concreto en el ámbito real que, a su vez, pertenece al presente, a lo actual. Pero a veces ocurre que, como sugiere Susana Rotker, cuando con el paso del tiempo se pierde la significación inmediata de la obra, se revela el valor propiamente literario del texto. De este modo, reflexiona Rotker, “aceptar una literatura que incorpore no sólo la referencialidad, sino también la temporalidad, en términos de la actualidad de lo narrado, implicaría considerar la formación de una literatura que es también la historia que se está haciendo” (“La creación de otro espacio de escritura”). El periodismo literario es, ciertamente, la historia en movimiento: la huella progresiva del tiempo que transcurre, dibujada con trazo firme.

Así, este periodismo está regido por el equilibrio entre la veracidad ética y la conciencia de escritura o, mejor, por la resolución de esa tensión. “Las historias que cuenta un buen cronista quizá parezcan cuentos –señala Salcedo Ramos-, pero deben ser reales. Han de tener la verosimilitud estética de la literatura y la veracidad ética del periodismo. Siempre y cuando ese imperativo quede claro, los dos oficios pueden convivir sin caer en el incesto”. En resumidas cuentas, las historias de los periodistas literarios tienen que ser verdaderas; no hay alternativa.

Por otra parte, pese al recelo que algunos escritores tienen con respecto al humor, tengo la impresión de que el periodismo que apela a este recurso corre el “riesgo” de convertirse en literario. Basta releer al Martí que, en su crónica sobre “Coney Island”, advierte no sin un dejo satírico que “para el norteamericano es materia de gozo positivo, o de dolor real, pesar libra más o libra menos” (Crónicas), o al Cabrujas que en una modesta crónica sobre la ineficiencia del servicio eléctrico en Caracas, asegura que su electricista es “un hombre acostumbrado a vivir en la posguerra, porque aquí, después de la Batalla de Carabobo, todo ha sido, en realidad, posguerra” (“El poste” en El mundo según Cabrujas). Basta leer eso para constatar que a través del humor, el periodismo trasciende su función informativa al escrutar la realidad, al interpretarla y al proveerle placer –por más amargo que sea- al lector. Pues, si bien el humor implica un acto de crítica y reflexión, su faceta original tiene que ver más con lo orgánico, con la sensibilidad.

Cabrujas nos regala una definición más exacta del humor: “es inevitablemente otra manera de amar, de pedir calma, de evadir el grito, el insulto, de soslayar la furia estúpida y ciega. Y mira, quizás sea ésa la definición más acertada que se le puede conceder al humorismo: la de un raro, aunque extraordinario, acto de amor”. Un periodismo conectado con el alma es, también, un oficio apasionado por la condición humana, por terrible que a veces sea. Frente al insulto y la furia, un periodismo esmerado en el lenguaje se inclina por el humor, por la ironía, pues ésta es tal vez la máxima expresión posible de la conciencia del lenguaje.

No quisiera culminar sin antes mencionar un par de cuestiones prácticas. El campo del periodismo literario no es demasiado amplio en los medios de difusión tradicionales, y publicar un libro es menos fácil de lo que parece. Por otra parte, al contrario de lo que muchos periodistas opinan, considero que los medios electrónicos –y la web 2.0- ofrecen valiosas posibilidades para el ejercicio del periodismo literario, sobre todo para nosotros, los inéditos e inexpertos, quienes podemos verter sobre nuestros blogs –medios de los cuales somos nuestros propios jefes- esas mirada paralela que, quizás, no podemos exponer en los medios de comunicación en los que trabajamos. Hay que seguir el consejo del maestro Kapuscinski, y mantener ese “doble taller”: hacer lo que nos mandan y satisfacer las propias pulsiones. Cuesta trabajo, afortunadamente.
Los temas y, sobre todo, los enfoques son infinitos. Más aún en una ciudad como Caracas, en la que cada esquina guarda historias secretas. Sólo hace falta tener los sentidos dispuestos, investigar, acaso centrar la mirada en aquello que es ignorado, invisibilizado o simplemente desestimado. Como advierte Martí, convencido de que no hay hechos menores: “en la fábrica universal no hay cosa pequeña que no tenga en sí todos los gérmenes de las cosas grandes”. En lo aparentemente intrascendente están muchas de las respuestas que buscamos.

Pongo por caso el tópico de la burocracia estatal. Siendo un problema de consecuencias inconmensurables en Venezuela, tiene también un costado humorístico y, por tanto, nos ofrece –nos pone en bandeja de plata- la posibilidad de reír de ella, que no es sino reírnos de nosotros mismos, al menos parcialmente. Los periodistas podemos ver al monstruo desde otro punto de vista, no para ridiculizarlo, sino para sacudirnos y rebelarnos contra su fortaleza. El costado humorístico de la burocracia estriba, probablemente, en el absurdo, el sinsentido expresado en esa larga lista de colas inexplicables, planillas estrambóticas, carpetas ilógicas y requisitos insólitos. En este punto, el periodismo puede tener un efecto catártico en la medida en que el periodista drena sus pequeñas desgracias en clave de humor, mientras el lector se divierte con la desgracia ajena que es, también, un poco la propia.

“Lo literario es una categoría a la que se accede –nos dice Cadenas-. Esto indica que se “sube” hasta ella, y yo quiero, al escribir, quedarme donde estoy, no “levantarme”. Por eso me irrita “hacer literatura”. ¿El asunto no es más bien “bajar”?” Sí, el asunto es más bien bajar. No podemos escribir pensando en “hacer literatura” porque ese no es nuestro compromiso; eso llega por añadidura, si es que llega. Cuando se acomete un trabajo periodístico el compromiso no es alcanzar estatus de literaturiedad, ni hacer obras de arte. Se trata de narrar historias de interés humano y social, dar voz a los que no la tienen usualmente, dar detalles de lo común.
Intentar hacer periodismo llamado literario, en fin, no es otra cosa que intentar hacer un periodismo sin apellidos ni pretensiones: honesto, humilde y sensible, comprometido con la realidad y con el idioma. Un oficio sin artificios, ni brillos innecesarios, con respeto profundo por la fuente y por la lengua. Claro que el asunto es “bajar”: no se trata de un periodismo de altura, sino de un periodismo a ras de tierra. No es un periodismo dominado por las emociones, pero sí edificado sobre ellas. Es un periodismo que termina en el placer del lector, en el gesto cómplice que delata el gusto con que recibe las letras que tiene ante sus ojos, incluso cuando ellas lleven temblorosamente “exactitudes aterradoras”.

Culmino, entonces, con un poema del propio Rafael Cadenas que, como sugiere Moraima Guanipa, debería estar en las puertas de todas las escuelas de periodismo: Ars poética.

Ars Poética
Rafael Cadenas

Que cada palabra lleve lo que dice.
Que sea como el temblor que la sostiene.
Que se mantenga como un latido.
No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es.
Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir
verdad.
Seamos reales.
Quiero exactitudes aterradoras.
Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis
palabras. Me poseen tanto como yo a ellas.
Si no veo bien, dime tú, tú que me conoces, mi mentira, señálame
la impostura, restriégame la estafa.
Te lo agradeceré, en serio. Enloquezco por corresponderme.
Sé mi ojo, espérame en la noche y divísame, escrútame, sacúdeme.