Aquella historia tiene una continuación. Al día siguiente de mi primera salida tuve una segunda, infructuosa pero menos lastimosa. Llegué a media mañana del miércoles 2 de abril al Centro Plaza, siguiendo no sin recelo la pauta de mi muy poco estimada Onidex (Torre D). Cuando llegué a la planta baja de la torre me topé con una multitud, una larga cola de hombres y mujeres dispuestos a cedularse. Lejos de preocuparme por la cantidad de personas que tendría por delante, sentí una emoción indescriptible entre pecho y espalda. No podía creer que coincidiera lo que decía en la página con la realidad concreta y palpable.
- Buenos días, señora… ¿cedulación? –le pregunté a la última de la cola, con la pícara sensación de quien pregunta algo que ya conoce y que le favorece…
- Sí mi amor –estaba todo comprobado, estaba en el sitio justo-, pero ya repartieron los números de hoy.
Ya ustedes sabrán cómo se desvanece un sueño, con cuánta velocidad y crueldad. Toda la evanescencia de un mínimo episodio de felicidad ciudadana en una frase ridícula:
- ¿En serio?
- Sí, pero mañana es otra vez aquí en el Centro Plaza…
Efectivamente, en la página web decía que miércoles y jueves habría módulos en dicho centro comercial ubicado, por cierto, en una de las zonas más amables y ficticias de la ciudad (una muestra nada representativa de la totalidad). Entonces, resignado y desconfiado, me dirigí a los porteros del edificio para reconfirmar la información. Luego de esa nueva frustración sentí el previo alivio de que si llegaba temprano el jueves sería un día mejor y con eso me consolé.
A las 6:00 am de ayer ya estaba alistándome para mi tercera salida, la definitiva. Llegué un poco después de las 7:00 a Los Palos Grandes. Aún sin desayunar, estaba de buen ánimo, el tránsito no estaba tan insoportable y el frescor matinal me daba mucho aliento. Llegué a la planta baja y no vi ninguna cola, lo cual me alegró primero y luego me despertó una pequeña, casi imperceptible, suspicacia. A lo sumo había unas diez personas disgregadas. Me dispuse a caminar hasta la puerta de la torre D y observé en la puerta un letrero parco y descarado, seguramente recién tipeado y pegado:
Suspendida cedulación
Yo no lo podía creer. Por qué el Estado habría de conspirar contra mí. El cartel no tenía explicaciones ni posdatas ni nada. Ni siquiera había un funcionario de la Onidex. No había caras para escupir…
- Eso no depende de nosotros –decían los porteros visiblemente preocupados por una situación de linchamiento al estilo Fuenteovejuna.
- Yo sé, yo sé –fue lo que pude contestar…
Lo única decencia que tuvieron los funcionarios fue la de dejar otro papelito pegado en la pared con los demás lugares de cedulación en la semana. Una muchacha con cara de indignación estaba buscando con el dedo alguna esperanza. Me le uní como por inercia. Lomas de Vista Hermosa, Coche, Avenida Urdaneta. Ajá, Aldea Bolivariana, El Valle, sector Longaray. Por ahí me ubico mejor, pensé, y así se lo recomendé a mi colega de infortunios institucionales. Y hacia allá me fui atravesando la ciudad otra vez.
Llegué preguntado por la “aldea bolivariana”. Me imaginaba un sector con verdes jardines y un pozo de agua suficiente para todos, al mejor estilo de los pitufos. Pero no. Es más bien una estructura endeble de dos plantas que tiene un vasto terreno que sirve de “estacionamiento no estructural” para vehículos livianos y pesados. El nombre que tiene discretamente escrito es el de “Aldea comunitaria” (no bolivariana) y tenía una hoja pegada en la fachada del pequeño edificio que decía a puño y letra: “cedulacción jueves 03/04”. No entendí el porqué de la doble ce, ni siquiera reparé mucho en ese detalle hasta que vi que otro cartel decía “cedulización”. Había un problema con el sustantivo, pero ese no era el más grave problema. Llegué a las 8:15 am. La cola era larga, y siempre más de lo que se podía ver, sin embargo pensé que un par de horas sería suficiente. No hubo repartición de números ni nada, todo parecía muy espontáneo
A medida que pasaban los minutos y los pocos pasos la gente se iba desconcertando y de pronto estalló un miedo que descubrí no era sólo mío. ¿Se acuerdan de la muchacha de Las Adjuntas y la oscuridad de la fotocopia? Bueno, empezaban a devolver personas y la gente se mortificaba, y yo con ellos, aunque yo llevaba mi pasaporte bolivariano.
Que parece que van a parar porque van almorzar.
- ¿Qué?! No joda, si se van le echamos candela a todo esto –gritó el señor que iba un puesto delante de mí. Yo me contagié de ese espíritu piromaníaco e incendiario, y no fui el único.
Caótico. No había más orden que el pudiera imponer uno mismo con su pobre radio de acción y alta propensión a los golpes. No había quien coordinara, era una situación totalmente anómica y anárquica. La gente se coleaba, otros gritaban, unos subían y otros bajaban. Yo observaba, escuchaba y leía. Luego de cuatro horas abajo me tocó subir adonde estaban las máquinas por unas escaleritas de un metal rojo y tembloroso. Estaba más cerca de la meta. Fue cuando pasó una muchacha sin mucha simpatía verificando el estado de las fotocopias y firmándolas con un garabato. Rebotó a varios y a mí me hizo sacarle copia al pasaporte. Entre los rebotados estaba el señor que iba justo delante de mí. Se veía muy humilde y, sobre todo, muy indefenso. No tuvo siquiera la energía de una réplica en favor de las cuatro horas de cola, y se fue.
Allí arriba, a menos de cinco metros de las máquinas, pasó otra hora más de hambre y desesperación. Las piernas y las rodillas chirriaban, gritaban y dolían. Los pies gemían y la circulación de la sangre se sentía en las pantorrillas. Luego de la cola, venía otra subcola para entregar las fotocopias, otra para la foto, otra para la firma y otra para la entrega. Todo era lento, pesado, lerdo. La atmósfera era sofocante y muy desagradable. No había una sola cara linda, ni una sonrisa, sólo la de unos niños que apenas sabían caminar. El calor, el sudor y el estómago haciendo crisis de abstinencia.
Sentí alivio al ver que me recibió la copia del pasaporte.
- Ajá, ¿y el original de esto dónde está? –preguntó con un sadismo que ya habíamos detectado. A ellos les interesa rebotar gente y tener menos trabajo. Había personas con fotocopias perfectamente legibles (datos, números, huellas, fotos, firmas) a quienes les decían que esas no servían. En todo caso, yo abrí mi bolso y le entregué mi pasaporte. Estaba acorralada, tenía que sacarme la cédula. Creo que fue en ese momento que escuché a la que atendía en la cola de al lado decirle a una ciudadana comprensiblemente obstinada:
- Deja la grosería, chica, que si a mí me da la gana no te la saco y ya…
Yo no podía creer lo que oía. Bueno, ya a esas alturas sí podía…
Me tomé mi foto (fue lo único rápido), puse la huella y me dediqué a esperar. Cuando iba a salir la mía, la muchacha que estaba junto a la impresora y la plastificadora, sin excusarse y sin explicaciones, se paró y se fue a “resolver” un problema. La silla vacía y yo esperando, y detrás de mí la gente aglomerándose. Tuve que llamar a otro de los funcionarios que estaba jugando con su carnet para que atendiera la situación. Las cédulas salían impresas pero no había nadie que pudiera separarlas y plastificarlas… El tipo accedió no de muy buena gana y al final, a la 1:28 pm salió mi cédula: ANDRADE FERNÁNDEZ, RICARDO RAFAEL, SOLTERO, VENEZOLANO hasta el 2018 o hasta que se me vuelva a perder.
No pocos minutos he dedicado en las últimas horas a contemplar ese papelito artesanal dentro de ese plastiquito flexible que tanto me costó recuperar. Ya es un hecho, soy nuevamente un ciudadano de este país. A la tercerea fue la vencida, sólo hacia falta paciencia y bastante indignidad.
Juan José Saer - Las nubes empezaron a llegar
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